Traductor: Electrozombie
Editor: Aoisora
Anterior | Índice |
Vete, terrible dolor
Capítulo 6: Vete, terrible dolor
Las nubes que cubrían el cielo era como alas de un ángel gigantesco.
Después de cruzar un puente de arco por encima de un enorme rio, todo oscuro y lodoso debido a la lluvia de la noche anterior, descendimos por un pequeño camino a lo largo de un arrozal que refulgía con un color amarillo brillante.
Algunos minutos después de que el camino se tornara por completo a oscuras, un pueblo pequeño apareció ante nuestros ojos. Cadenas de tiendas familiares estaban alineadas en un orden familiar, como sacadas de un molde.
Detuve el auto en el parqueo de una pequeña panadería y salimos para estirarnos un poco. El viento de otoño sopló y mi nariz cosquilleó con un aroma característico.
Al salir del asiento del pasajero, el negro cabello de la chica se revolvió, revelando así una vieja cicatriz, de alrededor de cinco centímetros de largo desde la esquina del borde exterior de su ojo izquierdo.
Había sido una herida recta y profunda, como si hubiese sido hecha con una cuchilla. Ella la cubrió de forma con su mano para evitar que la viese.
No me ofreció ninguna explicación, pero tenía la ligera idea de que había sido causada por el hombre que se convertiría en la tercera víctima.
Una herida en su palma, quemaduras en su brazo y espalda, un corte en su muñeca, y uno en su rostro.
«Tiene heridas por todas partes», pensé.
Casi llegué a preguntarme si habría algo en la chica que provocaba que los demás se comportaran de forma violenta.
Incluso juntando los incidentes de violencia doméstica y bullying, parecía extraño que tuviera tantas heridas.
Como cuando un cierto grupo de piedras te hace querer patearlas, o alguna forma específica de estalactita pide a gritos ser partida desde la base, o algunos pétalos de flor te ruegan que los arranques uno a uno… Existen cosas en el mundo que sientes que debes destruir, sin importar que tan cruel parezca.
Pensé que quizás ocurría algo similar con esta chica. Así, podría explicar mi repentino impulso de atacarla la noche anterior.
Pero sacudí la cabeza. Aquel era solo el razonamiento egoísta de un agresor. Un tren de pensamiento que ponía la mayor parte de la culpa sobre los hombros de la chica. No podía estar bien.
Sin importar que características tuviera, no podía haber razones para herirla.
Compramos un croissant de queso fresco, un pastel de manzana, un sándwich de tomate, y café para ambos, luego comimos en silencio en la terraza.
Algunas aves se aglomeraron a nuestro alrededor debido a las migajas de pan que dejábamos caer. Al otro lado de la carretera, los niños jugaban fútbol en un terreno de juegos. Un gran árbol en el centro proyectaba una larga sombra sobre el césped no tan verde.
Un hombre en sus cuarenta años que llevaba una gorra gris salió de la tienda y nos sonrió. Tenía el cabello corto, un rostro bien formado, y un bigote recién recortado. La placa de su pecho indicaba que era el dueño.
—¿Quieren rellenar el café?
Accedimos, y el dueño rellenó nuestras tazas con una cafetera.
—¿De dónde son? —preguntó amablemente. Le dije el nombre del pueblo—. ¿Por qué? Eso está bastante lejos, ¿no es cierto?… Entonces deben haber venido a ver el desfile de disfraces, ¿verdad? Oh, ¿o quizás van a formar parte de él?
—¿Desfile de disfraces? —repetí, inquisitivo—. ¿Hay algo como eso aquí?
—Ah, ¿entonces ni siquiera lo saben? Suertudos. Es realmente digno de ver. ¡Es, de hecho, algo que debe ser visto! Cientos de personas disfrazadas marchan recorriendo el distrito comercial.
—Oh, ¿es como un desfile de Halloween? —me di cuenta, al ver el Gigante Atlántico (una calabaza gigante) en una esquina de la plaza.
—Exacto. El evento comenzó hace aproximadamente tres o cuatro años, pero se ha ido volviendo cada vez más y más popular. Yo mismo estoy bastante sorprendido de que a tantas personas les gusten los disfraces. Tal vez cada quien tiene un deseo de convertirse en algo más, solo que lo aparentan de forma adecuada. Después de mucho tiempo, la gente se cansa de ser siempre la misma. Quién sabe, quizás todos ellos andan por ahí enjutados en esos ropajes grotescos debido a sus tendencias destructivas… Honestamente, incluso me gustaría formar parte de ello alguna vez, pero no tengo iniciativa.
Después de los comentarios cuasi filosóficos, el hombre nos miró de nuevo y preguntó a la chica, muy interesado:
—Dime, ¿cuál es la relación entre ustedes?
Ella me miró, rogando por que respondiera.
—¿Nuestra relación? ¿Y si intenta adivinar?
Se torció el bigote mientras pensaba.
—¿Una jovencita y su asistente?
Una comparación interesante, ciertamente. Mucho más acertada que “hermanos” o “amantes”, que era lo que estaba esperando que dijese.
Pagamos por el café y dejamos la panadería.
Y siguiendo las direcciones de la chica: “Gira aquí a la derecha”, “Sigue recto por un rato”, “…Debiste doblar a la izquierda” … llegamos finalmente al apartamento de la tercera víctima, justo en el momento en que el atardecer y la noche se funden.
La puesta de sol de las cinco de la tarde coloreaba el pueblo como un filme de película con muchos años a cuestas.
No había áreas despejadas cerca del apartamento, ni tampoco ningún sitio donde poder aparcar el auto, por lo que lo dejamos, a regañadientes, en el aparcamiento de un parque de ejercicios.
Desde más allá del rio provino el sonido de una extraña práctica de saxofón. Probablemente fuese el miembro de alguna banda local de secundaria o preparatoria.
—Recibí esta herida en mi rostro durante el invierno de mi segundo año de secundaria —dijo la chica. Finalmente había decidido hablar sobre la cicatriz—. Fue durante las lecciones de patinaje que recibíamos una vez al año. Uno de los delincuentes de la secundaria pretendió perder el equilibrio y golpeó mi pierna a propósito, haciéndome caer. Además, me golpeó en el rostro con los patines. Apuesto a que él solo se lo tomó como una de sus tantas jugarretas sin importancia. Pero los patines son fácilmente capaces de cortar tela, y piel. El piso se tornó rojo con mi sangre.
Dejó de hablar por un momento. Esperé a que continuara.
—Al principio, el chico insistió en que yo había tropezado, caído y sufrido una herida por mí misma. Pero nadie podía asegurar que esa herida pudiera ser provocada por un simple resbalón. A lo largo del día, finalmente admitió ser el culpable, aunque todo quedó como un simple accidente. A pesar de que pateó mi rostro intencionalmente, y varios estudiantes lo vieron hacerlo. Los padres del chico vinieron a disculparse y me dieron dinero como consolación, pero el chico que me causó una herida de por vida fue apenas regañado.
—Desearía haber traído patines —comenté frívolamente—. Sería bueno provocarle dos o tres “accidentes”.
—Ciertamente… Bueno, con las tijeras será suficiente —creí verla sonreír—. Pienso que será más fuerte que los demás, por lo que necesitaré que me acompañes desde el principio.
—Hecho.
Tras confirmar que traía las tijeras escondidas en la manga de su blusa, dejamos el auto.
Subimos por las escaleras de metal del apartamento, oxidadas y rojizas después de lo que debían haber sido al menos treinta años sin mantenimiento, y nos detuvimos frente a la puerta del hombre que, después de graduarse de la secundaria, estaba sufriendo para encontrar un trabajo estable.
La chica presionó el botón del intercomunicador.
A los cinco segundos, escuchamos pasos, el pomo giró y la puerta se abrió lentamente.
Hice contacto visual con el hombre que apareció.
Ojos vacíos. Un horrendo rostro enrojecido. Cabello crecido. Mejillas hundidas. Barba descuidada. Cuerpo esquelético.
Pensé que me recordaba a alguien, y segundos después noté que era a mí mismo. Y no era solo su apariencia, sino incluso su falta general de vigor.
—Yo, Akazuki —dijo él a la chica.
Era una voz grave. Y por primera vez escuché el apellido de la chica; Akazuki.
No parecía sorprendido por la inesperada visita. Miró su rostro, desvió la mirada de la cicatriz, y lo noté arrepentido.
—Entonces si estás aquí, Akazuki —comenzó a decir—, supongo que seré el próximo en morir.
Ambos, ella y yo, nos miramos por un momento.
—No te preocupes, no me voy a resistir —continuó—. Pero primero debo hablar algo contigo. Entra. No te retendré por mucho tiempo.
Nos dio la espalda sin esperar siquiera por una respuesta y regresó al interior de su apartamento, dejándonos allí de pie, completamente perplejos.
—¿Ahora qué? —pregunté, esperando una orden.
La chica estaba paralizada ante tal situación impredecible, y apretó, nerviosa, las tijeras dentro de su manga.
Al final, la curiosidad venció.
—Todavía no deberíamos ponerle la mano encima. Escucharemos lo que tiene que decir —hizo una pequeña pausa—. De todos modos, lo asesinaremos después.
Pero media hora después, la chica llegaría a entender qué tan ingenua había sido. ¿Escuchar lo que tenía que decir? ¿Asesinarlo más tarde?
Ella tenía un sentido tan pobre para impedir el peligro. Debimos habernos deshecho de él de inmediato.
Incluyendo a su padre, la chica había tenido éxito al cometer tres de las venganzas hasta el momento. Supongo que tal récord de victorias la había vuelto orgullosa, y por tanto descuidada.
Vengarse es sencillo, y así se sentía, como hacer que alguien muriera de repente; así es como habíamos llegado a pensar.
Atravesamos la cocina, de la que emanaba un fuerte olor, y abrimos la puerta de la sala. El sol del oeste resplandeció en nuestros ojos.
A lo largo de la pared de casi cien pies cuadrados había un piano electrónico, y el hombre se reclinó sobre el asiento frente a él.
Al lado del piano había un escritorio con una radio y una computadora enorme. Del lado contrario había un amplificador Pignose y una Telecaster de color verde pimienta con el logo raspado.
Parecía que le gustaba la música, aunque dudé que se dedicara a ello. No tenía pruebas, pero la gente que vive de la música parecía tener siempre ese aire particular a su alrededor. Este hombre no lo tenía.
—Siéntense donde deseen —nos dijo. Escogí una silla del escritorio, y la chica se sentó en una banqueta.
Y como para llamar la atención, el hombre se levantó frente a nosotros. Se colocó en una postura que nos hizo pensar que iba a decir algo, entonces dio un par de pasos hacia atrás y se sentó lentamente en el suelo con las piernas cruzadas.
—Lo siento —dijo, y puso sus manos sobre el suelo e inclinó la cabeza—. De cierta forma, me siento aliviado. Oye, Akazuki, sé que tal vez no confíes en mí, pero… desde aquel día en que te hice daño, he temido esto, ya sabes, que alguna vez regresarías a cobrar venganza. Nunca olvidé aquel rostro rencoroso y ensangrentado que me miraba desde el suelo. “Sí, esta chica definitivamente vendrá por mí un día”, fue lo que pensé.
Se tomó un pequeño descanso para mirar la expresión de la chica, y su frente volvió a tocar el piso.
—Y ahora estás aquí, Akazuki. Mi premonición se hizo realidad. Seguramente me vas a matar muy pronto. Pero entonces, ya no tendré que estar asustado. No es algo malo.
La chica tenía la mirada, gélida, clavada en la nuca del hombre.
—¿Es todo lo que deseabas decir?
—Sí, es todo —respondió él, todavía manteniendo su pose de disculpa.
—¿Entonces no te importará si te mato ahora?
—…Bueno, espera, aguanta un momento —miró hacia arriba y se echó atrás. Por su reacción inicial, pensé que era un tipo valiente que en realidad no sabía cuándo darse por vencido—. Para ser honesto, en realidad todavía no estoy preparado. Y estoy seguro de que desearás saber cómo predije tu llegada, Akazuki.
—¿Porque salí en las noticias como sospechosa? —La chica supuso eso de inmediato.
—Nope. Todo lo que reportaron fue que tu hermana y Aihachi habían sido apuñaladas.
Al parecer Aihachi era el nombre de la mujer que trabajaba en el restaurante.
—¿Y no es eso suficiente información? —preguntó la chica—. Cualquiera de la clase pudo suponer con certeza que yo soy la culpable después de ver esos dos nombres. Y pensaste que, si el asesino era, efectivamente, quien habías supuesto, era muy probable que viniera luego a por ti. ¿Estoy en lo correcto?
—…Bueno, sí, tienes razón —la mirada del hombre vagaba de un lado al otro.
—Entonces esta conversación ha terminado. ¿Dijiste que no te ibas a resistir?
—Nah, no lo haré. Pero… ok, bueno, con una condición.
—¿Condición? —repetí. Esto iba a ponerse problemático. No era sabio seguir jugando con este tipo.
Pero la chica no lo detuvo, sino que mostró interés en lo que iba a decir.
—Tengo una petición sobre la forma en que deseo morir —dijo el hombre, levantando su dedo índice—. Les contaré sobre ello, pero… primero déjenme tomar un poco de café… nunca mejoré en la música, pero me he vuelto realmente bueno colando café. Extraño, ¿cierto?
El hombre se levantó y caminó en dirección a la cocina. Tenía una figura terrible. Aunque, por una parte, yo podría verme igual a él.
Me pregunté sobre el significado de aquello que había dicho, el sobre cómo quería ser asesinado. ¿Estaba hablando del método de asesinato? ¿O se había imaginado una preparación más estilizada para su muerte?
En cualquier caso, no teníamos ninguna obligación de escucharle. Pero como el hecho de que no impusiera ninguna resistencia nos liberaba de algunos problemas menores, solo por garantizarle una petición, supuse que no sería algo malo.
Escuché el agua correr. Y poco después, el dulce aroma llegó flotando hasta mis fosas nasales.
—Por cierto, tú, el tipo de los lentes de sol, ¿eres el guardaespaldas de Akazuki? —preguntó el hombre desde la cocina.
—No estoy aquí para tener una conversación sin sentido. Ve al punto —señaló la chica, pero él no le prestó atención.
—Bueno, no importa cuál sea su relación, me alegro de que haya alguien ahí fuera capaz de acompañar a una asesina. Me hace ponerme celoso. Sí… cuando era un niño, me lo decían una y otra vez: “un verdadero amigo te detendrá cuando estés a punto de cometer un error”. Pero no creo eso. ¿Cómo se supone que confíe en alguien que abandona a un amigo para convertirse en aliado de la moral y las leyes? Creo que un amigo es aquel que al verme estar a punto de hacer algo malo, se me una sin decir ni una sola palabra.
El hombre trajo dos tazas de café; dio una a la chica; una a mí.
—Cuidado, está caliente —advirtió.
Y en el instante en que tomé la taza, sentí un fuerte golpe en un costado de mi cabeza.
El mundo se había inclinado noventa grados.
Creo que me tomó algunos minutos entender que el hombre me había golpeado. Así de fuerte había sido. Seguramente usó alguna herramienta.
Pude escuchar, tendido en el suelo, pero no podía comprender casi, y ninguna información importante me llegaba. Tenía los ojos abiertos, pero las imágenes ante mi eran borrosas e incomprensibles.
No fue el dolor del golpe lo primero que sentí después de recobrar parcialmente la consciencia, sino el calor del café derramado sobre mi piel.
Al principio, no lo sentía como dolor, sino como un misterioso sentimiento de incomodidad. Con cierto retraso, el costado de mi cabeza finalmente empezó a sentirse como si estuviera roto. Coloqué mi mano sobre el área y sentí algo cálido y mojado.
Intenté ponerme de pie, pero las piernas no me escucharon. Ese tipo lo había planeado desde el principio. Después de todo, estaba esperando que bajáramos la guardia. Había intentado estar atento, pero me distraje cuando me ofreció la taza de café. Maldije mi propia estupidez.
Mis gafas se habían caído, probablemente cuando me golpeó. Gradualmente, fui capaz de recuperar la concentración, y las imágenes a mi alrededor comenzaron a aclararse. Entonces, finalmente comprendí lo que estaba ocurriendo.
El hombre se había enjorquetado sobre la chica. Las tijeras con las que lo iba a apuñalar ahora estaban en el suelo, a una gran distancia de ellos.
La chica, con los brazos presos, trataba de resistirse, pero estaba claro quién tenía la ventaja.
Él habló con los ojos inyectados en sangre:
—Siempre he estado tras de ti desde la secundaria, Akazuki. Nunca pensé que tendría mi oportunidad de este modo. Viniste bailando directo a mí, y me diste una excusa para actuar en defensa propia. Eso sí que fue fácil, amiga.
Los brazos de la chica estaban justo sobre la cabeza, sostenidos por una mano derecha; la izquierda agarró su cuello y despedazó los botones de su blusa.
Ella se negó a rendirse y forcejeó lo mejor que pudo. “¡Deja de removerte!”, gritó él, golpeándola en los ojos. Dos, tres, cuatro veces.
«Voy a matarlo», juré.
Pero mis piernas no estuvieron de acuerdo, y colapsé en el suelo: una retribución a mi tendencia de aislarme.
«Seis meses antes, al menos habría podido moverme más que esto».
Cierto sonido provocó que el hombre volteara la cabeza. Tomó algo justo detrás de mí: un palo extensible con un negro brillo.
Era eso con lo que me había golpeado. Realmente se había preparado bien.
Cuando la chica intentó aprovechar la oportunidad para agarrar las tijeras, él golpeó su rodilla con la tonfa. Un sonido seco. Un corto grito. Después de confirmar que la chica no se movía, el hombre vino a por mí.
Intenté buscar un punto de apoyo, pero pateó mi mano derecha. Mi dedo medio, o fue el anular, o quizás ambos, emitieron un sonido doloroso.
El dolor llenó mi cabeza, y no pude moverme hasta procesarlo todo. El sudor bajó por mi espalda, y chillé como un perro.
—No interfieras. Apenas estamos llegando a la mejor parte.
Después de la advertencia, el hombre me golpeó varias veces con la tonfa: en la cabeza, el cuello, los hombros, los brazos, la espalda, el pecho, el flanco; en todas partes.
Mis huesos crujieron con cada golpe, y la voluntad de resistencia comenzó a dejarme lentamente.
Gradualmente fui controlando las sensaciones. No estaba sintiendo dolor, sino lo que mi cuerpo creía que era dolor. Puse una barrera mental extra alrededor de ese sentimiento, y lo sentí tan distante…
El hombre levantó la tonfa, la enfundó en su cinturón, y se agachó lentamente, pisando mi mano herida. No parecía haberse cansado todavía de dañarme.
Sentí algo afilado rozando mi dedo meñique.
Y en el momento en que supe lo que era, comencé a sudar como una cascada.
—Estas sí que son unas tijeras realmente afiladas —dijo el hombre, admirado.
Parecía un poco encendido por la excitación. Ya no había forma de ponerle freno aa la violencia.
Las personas en situaciones como estas no dudan. Además, aquel hombre se encontraba en una posición en la que su accionar podía ser visto como autodefensa. De ser necesario, podría excusarse en ello.
—¿Era esto con lo que planeaban apuñalarme? —preguntó, con la respiración entrecortada.
Después, ejerció fuerza en su agarre. Las hojas rasgaron la carne de mi dedo meñique.
Me imaginé el dolor que vendría después de que la superficie de mi piel fuese cortada. La imagen del meñique desprendiéndose de mi mano como un capullo desechado se grabó a fuego tras mis párpados.
La parte baja de mi cuerpo perdió fuerza, como si hubiese caído por un acantilado. Estaba aterrado.
—Nadie notará si a un asesino le faltan uno o dos dedos, ¿cierto?
«Puede que tenga razón», pensé.
Inmediatamente después, puso toda la fuerza de su mano en cerrar las tijeras.
Fue un sonido terrorífico. El dolor corrió por mis sentidos, y mi cuerpo se sintió entumecido.
Grité. Traté de alejarme desesperadamente, pero el pie del hombre evitaba que me moviese. Mi visión se volvió borrosa, renegrida. Mi tren de pensamientos se detuvo.
«Se acabó», pensé. Pero el meñique aún permanecía en mi mano. A pesar de que el hueso era visible a través de la herida a cada lado y la sangre no paraba de manar, las hojas de las tijeras eran incapaces de cortarlo.
—Aw, supongo que un hueso es demasiado para unas tijeras —remarcó el hombre, chasqueando la lengua.
A pesar de que la chica había afilado las puntas de forma diligente, quizás no les había dado tanto cuidado a los bordes.
Intentó una vez más, serrando alrededor de la coyuntura de mi meñique. Sentí la hoja tocar el hueso.
El dolor nubló mi cabeza. Pero al menos no era un dolor desconocido. Mis pensamientos no se paralizaron.
Apretando los dientes, tomé las llaves del coche de mi bolsillo y las coloqué con las puntas hacia el exterior de mi puño.
El hombre creyó haber atrapado mi mano dominante; no tenía forma de saber que soy zurdo.
Golpeé con las llaves la pierna que se mantenía apoyada sobre mi mano, con una fuerza tal que yo mismo me sorprendí.
Él gritó como una bestia y cayó hacia atrás. Antes de poder agarrar la tonfa de su cintura, empujé su tobillo y lo hice perder el balance.
Durante la caída, sufrió un fuerte golpe en la parte de atrás de la cabeza. Durante al menos tres segundos, no podría defenderse; era mi oportunidad.
Tomé una respiración profunda. Por el momento, debía apagar mi imaginación, abandonar las dudas.
No pude imaginar el dolor de mi oponente durante los próximos segundos. Su sufrimiento. O su ira.
Me senté sobre él y lo golpeé tan fuerte como para romper sus dientes frontales. Me mantuve pegándole. A ritmo sostenido, el sonido del hueso siendo separado de la piel hacía eco dentro de la habitación.
El dolor, que se acumulaba en mi cabeza y meñique, alimentó mi ira. Mi puño se empapó con la sangre del hombre. Gradualmente, perdí la sensación de la mano con la que lo había estado golpeando. ¿Pero y qué? Seguí pegándole.
La clave era no dudar, no dudar, no dudar.
Eventualmente el hombre dejó de resistirse, pero yo ya estaba exhausto.
Dejé al hombre en el suelo y me dirigí a tomar las tijeras tras él, pero mi mano izquierda estaba entumecida debido a la tremenda fuerza que había ejercido con ella. Me agaché y las tomé con la derecha, pero mis dedos temblaban fuera de control.
Mientras rebuscaba alrededor, el hombre se levantó y me pateó en la espalda, entonces intentó agarrar las tijeras.
Evité de milagro el golpe de la tonfa, que se dirigía derecho hacia mí en el momento en que volteé. Pero perdí el balance, y me encontré completamente indefenso ante el siguiente ataque.
El hombre me pateó en el estómago. Perdí el aire en los pulmones, la saliva comenzó a escapar de mis labios y, mientras observaba como la tonfa se preparaba para golpearme en apenas segundos, el tiempo se detuvo.
O así lo sentí.
Después de una pausa, el hombre se desplomó en el suelo. Tras él, se encontraba la chica, sosteniendo las tijeras ensangrentadas, observándolo con una mirada vacía.
Él, desesperado, se arrastró en mi dirección, ya fuera huyendo de la chica o buscando mi ayuda. Ella intentó perseguirlo, pero se tambaleó y cayó debido a su rodilla herida. Pero alzó la vista, impertérrita, y se arrastró tras el hombre usando sus brazos.
Sosteniendo las tijeras con ambas manos, las enterró en la espalda del hombre con todas sus fuerzas.
Una, y otra, y otra vez.
¡Cuánto ruido hubo en aquel apartamento! No me habría sorprendido si de momento se aparecía la policía.
Aun así, la chica y yo nos quedamos tirados sobre el suelo, al lado del cadáver del hombre.
El problema no era el dolor o la fatiga. Nos sentíamos, de alguna forma primitiva, realizados por haber “ganado la batalla”. Las heridas y el cansancio eran solo pasos para llegar a esa victoria.
¿Cuándo fue la última vez que me había sentido tan satisfecho? Revisé entre mis recuerdos, pero al mirar en cada recoveco y grieta, descubrí que nunca antes me había sentido así.
La satisfacción que había sentido tras mi picheo perfecto en las semifinales durante mis días de jugador de béisbol, se sentía como tierra en comparación con esto.
Ni siquiera sentí una pizca de apatía. Me sentía vivo.
—¿Por qué no lo postergaste? —pregunté—. Di por seguro que usarías tu poder de inmediato en cuanto las cosas se torcieran.
—No logré desesperarme lo suficiente —respondió ella—. Si me hubiera atacado cuando estaba sola, probablemente se habría activado. Pero ya que estabas aquí, no pude evitar mantener la esperanza de que, de algún modo, lograrías manejarlo.
—Bueno, sí, eso fue lo que hice.
—¿… tu dedo está bien? —preguntó, de forma apenas audible. Quizás podía sentirse algo culpable por las heridas de mi meñique, provocadas con sus tijeras.
—Está bien —sonreí—. Es solo un arañazo en comparación con todas las heridas que tú has tenido que soportar.
Aunque había declarado eso, para ser honesto, estaba a punto de desmayarme de la agonía. Mirar el meñique que el hombre había tratado de cercenar me provocaba náuseas. Al estar lleno de heridas de cortes, parecía más un objeto con forma de… meñique.
Levanté con cuidado mi cuerpo dolorido. No podíamos quedarnos allí por siempre. Teníamos que alejarnos.
Recogí las gafas de sol y me las puse, con cuidado de no remover el dolor en el costado de mi cabeza.
Ofrecí mi hombro de apoyo a la chica, cuya rodilla estaba herida, y dejamos el apartamento.
Afuera estaba oscuro y bastante frío. En comparación con el sangriento cuarto del apartamento, al aire exterior olía fresco, como una montaña nevada.
Afortunadamente, nadie caminó a nuestro lado durante la caminata al aparcamiento. Pensando en que, cuando regresáramos, tomaría una ducha, vendaría mis heridas, y dormiría a pierna suelta, tomé las llaves del auto de mi bolsillo y las metí en la abertura.
Pero la llave se detuvo a mitad de camino; parecía que no encajaba del todo.
De inmediato entendí el porqué. Cuando golpeé al hombre con las llaves estas llegaron hasta el hueso, y se doblaron.
Traté de forzarla a entrar, luego la coloqué sobre el asfalto y la pisé para intentar enderezarla, pero fue en vano.
Ambos, la chica y yo teníamos las ropas empapadas en sangre, y moretones y cortes notables sobre nuestros rostros. Mi dedo aún sangraba, y la chica tenía las medias largas desgarradas.
Lo único bueno era que mi cartera y celular estaban en el bolsillo de mi chaqueta. Pero no podíamos llamar un taxi vestidos de aquella forma. Y las otras ropas estaban en el maletero.
Pateé el auto, lleno de ira. Temblando por el dolor y el frío, traté de pensar. Antes que nada, debíamos hacer algo con respecto a nuestra apariencia misteriosa.
No podía pedir que las heridas y moretones se curaran de inmediato, pero al menos teníamos que intentar cambiar nuestras ropas. Pero si, cubiertos de sangre y moretones como estábamos, fuésemos a comprar ropa a una tienda… obviamente seríamos arrestados.
Entonces no podíamos ir a ningún establecimiento. ¿Quizás lavarlas en la casa de alguien? No, era incluso más arriesgado acercarse a un área residencial viéndonos como…
Escuché música en la distancia. Una extraña, pero alegre y tonta canción.
Recordé las palabras del dueño de la panadería.
“Cientos de personas disfrazadas marchan por el distrito comercial”
Esa noche era el Desfile de Halloween.
Me acerqué al rostro de la chica, y usando la sangre de mi meñique, dibujé curvas rojas en sus mejillas.
Rápidamente, ella adivinó cuáles eran mis intenciones. Rompió la manga de su blusa, y usó las tijeras para cortar de forma burda los hombros y la falda. También hice cortes en el cuello de mi camisa y pantalones.
Nos convertimos en muertos vivientes.
Ambos dimos un buen vistazo a la forma del otro. Era exactamente lo que pretendíamos. Si se añadía a nuestra figura la destrucción excesiva, los moretones y la sangre podrían parecer no más que un maquillaje barato. Pero el dolor era del caro.
Lo más importante era mantener las expresiones.
—Entonces, si alguien se te acerca, haz una cara que diga: “Por supuesto que me veo extraño” —fingí una sonrisa como ejemplo.
—¿… así? —ella alzó los bordes de su boca y sostuvo una sonrisa.
Mi reacción fue tardía, porque por un corto instante, sentí una gran ilusión al pensar que realmente estaba sonriéndome. “Bien, perfecto”, le dije.
Procedimos a salir del callejón, camino a la calle principal. Gradualmente, la música comenzó a escucharse más alto. El ruido aumentó infinitamente a medida que nos acercábamos, hasta el punto en que podía sentirlo retumbar en mi estómago.
Podíamos escuchar a los guías aquí y allá gritando con sus megáfonos. El olor del algodón de azúcar flotaba en el aire.
Lo primero que atrapó mi atención al salir del callejón fue un enorme hombre pálido. En contraste con su complexión, sus labios eran de un color rojo brillante.
Sus mejillas se sacudían, y las comisuras de su boca se extendían ampliamente. Los ojos, cubiertos de manchas negras, nos miraban a través de las rendijas que dejaba el cabello planchado.
Que disfraz tan magnífico. El hombre de la boca amplia parecía pensar lo mismo de nosotros.
Nos sonrió y abrió su boca, mostrándonos así que los dientes y las comisuras estaban cuidadosamente pintadas sobre sus mejillas. Le sonreí de vuelta.
Gracias eso, nos sentimos un poco más confiados, y comenzamos a caminar con orgullo por la calle. Varias personas nos dirigieron miradas indiscretas, pero eran todas muestras de aprobación hacia nuestros “disfraces”.
Las voces de admiración y alabanza podían escucharse desde varios lugares. “Es tan realista”, decían. Bueno, naturalmente. Eran heridas reales, moretones reales, sangre real. La chica arrastraba su pierna herida, pero incluso eso parecía un acto para ellos.
El desfile de disfraces llegó a la carretera. Las aceras estaban llenas de espectadores; lograr avanzar algunos metros era todo un esfuerzo, y la muchedumbre solo dejaba ver una parte del desfile.
En ese momento, noté un grupo de alrededor de veinte personas que llevaban disfraces de personajes de películas de horror.
Drácula, Jack el destripador, el Hombre del saco, Frankenstein, Jason, Sweeney Todd, Edward Manostijeras, los gemelos de El Resplandor… eran personajes antiguos y modernos.
Debido al maquillaje, no podía discernir sus edades reales, pero noté que se encontraban la mayoría entre sus veinte y sus treinta. Había disfraces tan bien hechos que parecían confundirse con el ser real; otros simplemente lo habían intentado para divertirse.
A ambos lados del camino se extendían filas ilimitadas de calabazas iluminadas, encendidas con velas dentro de las aberturas que simulaban bocas y ojos. Redes como telarañas colgaban de los árboles, y algunas arañas gigantes se aferraban a ellas.
La mitad de los niños de la calle llevaban globos naranjas, usando sombreros puntiagudos y capas.
—¡Oye!
Me di la vuelta cuando sentí que tocaban mi hombro, y vi un hombre con el rostro envuelto en vendas.
La única razón por la que no hui de inmediato fue porque aquella voz no me parecía completamente desconocida.
El hombro desvendó su rostro para mostrarme su cara. Era el dueño de la panadería, quien nos había contado sobre el desfile de Halloween.
—Bueno, bueno, esto no ha sido muy amable por tu parte. Debiste decirme que iban a participar —me dijo, con un pequeño regaño.
—¿No fue usted el que dijo que no iba a formar parte de esto?
—Bueno —rió, avergonzado—. ¿Ya se van?
—Sí. ¿Y usted?
—Ya he tenido mi momento bajo el foco. Me impresiona que haya tanta gente. Ya me han pisoteado cinco veces.
—¿Había tantos espectadores el año pasado?
—No, este es un verdadero avance. Ni siquiera los locales se lo pueden creer.
—Siempre pensé que Halloween no tenía muy buena acogida en Japón, pero… —di un vistazo alrededor—, después de ver esto, creo que estaba completamente equivocado.
—A nuestra gente le encanta comunicarse de forma anónima, ya sabes. Encaja a la perfección con su naturaleza.
—Err, ¿hay alguna tienda de ropa de segunda mano por aquí? —la chica interrumpió nuestra charla—. Accidentalmente dejé la bolsa con mis otras ropas en el tren. No puedo ir a casa de esta forma, solo necesito comprar algo que pueda usar. Sería incómodo tocar ropas nuevas con mis manos manchadas, incluso si ya está seca la pintura, por lo que preferiría una tienda de segunda mano…
—Eso es bastante desafortunado —dijo él, y lo sopesó mientras jugaba con las vendas que envolvían sus dedos—. Una tienda de ropa vieja… creo que hay una en la otra esquina de ese arcade —señaló tras nosotros.
La chica inclinó la cabeza y me agarró de la manga.
—¿Están apurados?
—Sí, alguien nos está esperando —respondí.
—Ya veo. Que mal, quería hablar un poco más…
El dueño extendió su mano envuelta para un apretón. Considerando mis heridas, dudé por un momento, pero luego agarré su mano con firmeza. Y sin un instante de vacilación, fue apretada, con el meñique incluido.
La sangre se derramó por las vendas. Lo aguanté y fingí una sonrisa. La chica también le dio la mano.
El arcade estaba particularmente atestado, y nos tomó alrededor de diez minutos llegar a la tienda de ropa, que se encontraba a tan solo doce metros.
Era un lugar pequeño, y el suelo crujía con cada pisada. Rápidamente escogimos las ropas, las pusimos en una cesta, y fuimos hasta el cajero. Esta vez, la chica ni se inmutó.
La dependienta, que traía puesta una máscara blanca, parecía acostumbrada a clientes como nosotros, y preguntó:
—¿Les importa si tomo una foto?
Inventé cualquier excusa para negarme y saqué la billetera.
—Oh, es solo la mitad por Halloween —dijo. Aparentemente, era una oferta solo para clientes disfrazados.
Queríamos cambiarnos de inmediato, pero primero debíamos de limpiar la sangre que nos cubría casi por completo. Pensando que lo mejor sería usar un lavabo multiusos, buscamos entre los edificios y pequeñas tiendas departamentales, pero cada vez que encontrábamos uno, este se encontraba en uso. De seguro, la gente los estaba usando para quitarse sus disfraces. Cansado de caminar, me pregunté si no podíamos simplemente comprar unas sábanas y limpiarnos con ellas. Pero cuando alcé la vista, entre los edificios, vi una gran torre del reloj en el techo de una secundaria.
Irrumpimos en el campus saltando la cerca. Una zona elevada de lavado tras el edificio, rodeada de árboles muertos y sin iluminación, era perfecta para que nos cambiásemos de ropa en secreto.
El lugar estaba funcionando como área de almacenamiento, con numerosos remanentes del festival cultural desperdigados por el suelo: un escenario para una obra, trajes de cartón, posters, tiendas, ese tipo de cosas.
Me levanté la camiseta y limpié mis manos y pies con el agua, que estaba tan fría que me entumecía la piel. Tomé un jabón de esencia de limón que había cerca de la llave del agua, y lo restregué por mi cuerpo.
La sangre seca no se quitaría tan fácilmente, pero me mantuve restregando con paciencia, y pronto logré alcanzar cierto nivel de pulcritud. Las burbujas de jabón se formaron entre los cortes de mi meñique.
Al mirar atrás, vi a la chica quitándose la blusa con su espalda vuelta hacia mí. Sus hombros delgados con marcas de quemaduras eran apenas visibles. Me apresuré a voltearme de regreso a la vez que me quitaba mi camiseta.
Mis dientes comenzaron a tiritar debido al frío que sentía al exponer mi piel mojada ante la brisa nocturna.
Frotando con fuerza para hacer burbujas de jabón, limpié mi cuello y pecho, y me puse la camiseta de la tienda de ropa, que olía como un árbol.
El último problema era el pelo. La sangre se había solidificado en el largo cabello de la chica, y el agua fría no lograba aflojarla. Mientras consideraba que hacer, ella tomó las tijeras de su bolsa.
Y justo en el momento en que pensé que ella no podría haber estar considerando aquello, cortó su hermoso y largo cabello: más de veinte centímetros, según me pareció. Dejó que los pelos en su mano volaran con el viento, y rápidamente desaparecieron en la oscuridad.
Para el momento en que nos habíamos cambiado por completo, ya estábamos congelados hasta el núcleo. La chica enterraba el rostro en el cuello de un abrigo, y yo temblaba dentro de una chaqueta completamente cerrada. De ese modo caminamos hacia la estación del tren.
En el camino, ella se vio atacada por dolor en su pierna, por lo que la llevé a cuestas el resto del trayecto.
Mientras intentaba comprar tickets entre la multitud, escuché el anuncio de la llegada del tren. Nos apresuramos a cruzar las escaleras divisorias, y abordamos el vagón.
Tras desembarcar 20 minutos después y comprar boletos para los asientos de la estación, nos transferimos al tren bala. Y dos horas más tarde nos bajamos y volvimos a tomar un tren normal.
Para ese momento ya había llegado al límite de mi extenuación. Ni siquiera treinta segundos después de sentarnos me quedé dormido.
Noté un peso sobre mi hombro. La chica se había recostado a mí al quedarse dormida. Sentí el gentil ritmo de su respiración, y un leve olor dulce. Extrañamente, se sentía algo nostálgico.
Aún faltaba un largo trayecto hasta llegar a nuestro destino, y no tenía motivos para despertarla.
«Quiero evitar que se sienta incómoda cuando despierte», decidí, y cerré los ojos para fingir dormir.
Cuando estaba a solo un paso de desplomarme por el sueño, escuché como anunciaban la llegada a estaciones familiares.
—Casi hemos llegado —susurré en su oído, y todavía recostada a mí con sus ojos cerrados, la chica respondió de inmediato.
—Lo sé.
¿Cuánto tiempo llevaba despierta?
Al final, ella se mantuvo a mi lado todo el tiempo hasta que llegó el momento de desembarcar.
Llegamos al apartamento después de las diez de la noche. La chica se bañó primero, se puso el suéter que usaba como pijama, se tomó un analgésico, y saltó sobre la cama con la capucha puesta.
Rápidamente me puse mi pijama también, apliqué vaselina a mis heridas y las cubrí con vendas. Me tomé las pastillas con agua: una más de lo prescrito, y me recosté en el sofá.
Un sonido me despertó en mitad de la noche.
En la oscuridad, la chica sostenía sus rodillas en la cabecera de la cama.
—¿No puedes dormir? —pregunté.
—Cómo puedes ver, no.
—¿Aún te duele la rodilla?
—Duele, seguro, pero ese no es el problema… Um… estoy segura de que te has dado cuenta desde hace un tiempo, pero soy una cobarde —murmuró, enterrando el rostro entre las rodillas—. Cuando cierro los ojos, veo a ese hombre tras los párpados, cubierto de sangre, pateándome y golpeándome. Estoy demasiado asustada de dormir… ¿No es acaso ridículo? Soy yo la asesina.
Busqué las palabras correctas para decir. Palabras mágicas que pudiesen calmar la tormenta de ansiedad y tristeza y le permitieran dormir pacíficamente. Si tan solo existiera algo así. Pero en realidad no estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones. Ni tenía experiencia consolando a la gente.
Se acabó el tiempo de pensar. Algunas palabras, con total falta de tacto, salieron de mi boca.
—¿Quieres tomar algo?
La chica me miró en silencio.
—… Eso no estaría mal —respondió, quitándose la capucha.
Sabía de primera mano que era mejor evitar mezclar bebidas alcohólicas y pastillas para el dolor, y el alcohol y las heridas tampoco hacían una buena pareja.
Pero no conocía otra forma de aplacar su dolor. Podía manejar de forma más adecuada las consecuencias del alcohol que este tipo de consuelo, el cual no había experimentado mucho, debido a mi falta de experiencias de vida y simpatía por los demás.
Rellené dos tazas con una mezcla de leche caliente, brandy y miel. Solía hacerlo para mí en las noches de invierno en que se me hacía difícil dormir.
Mientras me dirigía a la sala para darle la bebida a la chica, recordé que el hombre me había hecho bajar la guardia del mismo modo.
—Sabe bien —murmuró ella, tras dar un sorbo—. No tengo buenos recuerdos del alcohol, pero me gusta esto.
Al ver que se terminó de inmediato su taza, le ofrecí la mía, y ella la tomó alegremente.
La única luz encendida pertenecía a una lámpara de lectura, por lo que no podía notar el rubor, debido a la borrachera, en el rostro de la chica.
Estábamos sentados uno al lado del otro en la cama, yo estaba mirando los estantes de libros cuando la chica dijo en un murmullo.
—No has entendido nada.
—Sí, creo que probablemente estés en lo correcto —estuve de acuerdo con ella. Era cierto: no podía discernir siquiera de qué estaba hablando.
—… creo que este es el momento que deberías aprovechar para anotarte algunos puntos —me dijo, mirando sus rodillas—. Ya que, por una vez, necesito consuelo.
—Sabes, justo estaba pensando en eso —dije—. Pero, realmente no sé cómo hacerlo. Siendo quien que te asesinó, nada de lo que diga será lo bastante convincente. De hecho, podrías tomarlo como una muestra de disgusto o sarcasmo.
La chica se levantó y colocó la bebida sobre la mesa, la rodeó sutilmente con el índice, y regresó a la cama.
—Entonces, temporalmente, me olvidaré del accidente, y entretanto, tú lucha por esos puntos.
Parecía que realmente buscaba mi confort.
Decidí entonces tomar el riesgo.
—¿Estará bien, aunque haga algo que de cierto modo pueda parecer extraño?
—Seguro, has lo que quieras.
—¿Puedes jurar que no te moverás hasta que termine?
—Lo juro.
—¿No te arrepentirás?
—… probablemente.
Me senté sobre mis rodillas frente a la chica y le di un vistazo de cerca a la herida de su pierna. Lo que en un principio había sido un profundo color rojo ahora se había tornado morado.
Cuando toqué el moretón con la punta de mi dedo, su cuerpo se contrajo levemente. Noté que sus ojos tomaban un color de sospecha y duda. Ahora, ella se estaba centrando en cada movimiento de mi mano.
La tensión aumentó poco a poco. Con el cuidado que se tiene al tocar algo doloroso, lentamente coloqué cada uno de mis dedos sobre la herida, hasta cubrirla por completo con mi palma.
Nos encontramos entonces en una situación en la que podía, con solo aplicar un poco de fuerza en mi mano, provocarle un terrible dolor. Debo admitir que esa opción tenía su propio tipo de encanto.
A pesar de que la chica se encontraba temerosa, mantuvo su promesa de mantenerse inmóvil. Apretó los labios y observó como las cosas se desenvolvían.
Para ella, era claramente un momento frustrante, incómodo. Me atreví a prolongarlo por cierto tiempo.
Y una vez la tensión se encontró en su cenit, dije:
—Vete, terrible dolor.
Quité la mano de su rodilla y la agité en dirección a la ventana.
Lo hice con toda la seriedad que pude aparentar.
La chica me observó, desesperanzada. Pensé que había fallado de forma terrible.
Pero tras un corto silencio, comenzó a reírse.
—¿Qué fue eso? Fue tan absurdo —dijo, incapaz de mantener una expresión seria. No había falsedad en su sonrisa. Se reía honestamente, feliz, de corazón—. No soy una niña pequeña.
Me reí con ella.
—Tienes razón, es estúpido.
—Estaba muy nerviosa. No sabía lo que ibas a hacer. Y después de toda esa preparación, ¿saliste solo con eso?
Se recostó sobre la cama y cubrió su rostro con las manos, riendo.
Una vez que terminó de carcajearse, preguntó:
—Entonces, ¿a dónde mandaste mi dolor?
—Hacia todas las personas que nunca fueron amables contigo.
—Bueno, es toda una suerte.
Se revolvió un poco para volver a levantarse. Tenía los ojos llorosos de tanto reír.
—Um, ¿podrías hacerlo de nuevo? —preguntó—. Esta vez, en mi cabeza repleta de recuerdos terribles.
—Por supuesto. Tanto como desees.
Ella cerró los ojos. Puse la palma de mi mano sobre su cabeza, y volví a recitar el hechizo, un poco avergonzado.
No satisfecha con eso, me pidió que repitiese el acto en cada una de las heridas que había postergado. Su mano cortada, las quemaduras en su brazo y espalda, el corte en su muslo.
Una vez terminé con la herida bajo su ojo, ella lucía tan relajada que pude imaginar que realmente su dolor se había ido lejos. Me sentí como un mago, creo.
—Um, necesito disculparme por algo —murmuró la chica—. Dije que nunca hubo nadie que hubiese sido amable conmigo o me ayudara, ni chicos que me gustaran alguna vez. ¿Lo recuerdas?
—Si.
—Mentí. Hubo una vez alguien que fue amable conmigo, que me ayudó. Un chico al que realmente amé.
—¿Una vez? ¿Ya no más?
—En cierto modo, sí. Y, de hecho, es mi culpa.
—¿… a qué te refieres?
Pero ella no me contaría el resto. Solo negó con la cabeza: “Ya he dicho demasiado”.
Y en cuanto descarté mis deseos de saberlo, tocó mi muñeca con gentileza y dijo: “Yo también lo haré por ti”. Suavemente sopló mi meñique vendado.
—Vete, terrible dolor.