Traductor: Electrozombie
Editor: Electrozombie
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Vete, terrible dolor
Capítulo 2: Una tragedia común
Kiriko no llegó nunca al parque.
Al revisar mi reloj y confirmar que habían transcurrido ya 24 horas, decidí marcharme y me levanté del banco.
Esperar más tiempo habría sido inútil, por lo que me alejé del parque con los bancos despintados, con los columpios sin asientos, con la jungla de juegos oxidada; aquel terreno de juegos había cambiado por completo en comparación con su estado una década atrás.
Me sentía completamente tembloroso. Era normal que estuviese en tan precario estado; había estado esperando bajo aquella lluvia de octubre todo el día. La sombrilla que había llevado no resultó ser de mucha ayuda.
Mi abrigo estaba empapado y frío, mis pantalones se pegaban a mis piernas y mis recientemente comprados zapatos estaban pintados con el color del fango.
«Al menos traje el auto» —pensé. Si hubiera seguido mi plan inicial de tomar autobuses y trenes, habría tenido que esperar hasta la mañana siguiente para volver.
Rápidamente escapé a la seguridad del auto, dejé a un lado el abrigo, encendí el motor y prendí el calentador. El ventilador comenzó a expedir un aire caliente y oloroso, y veinte minutos más tarde, finalmente pude sentir la calidez a mi alrededor.
Para cuando dejé finalmente de tiritar, mi cuerpo empezó a desear alguna bebida. Una buena, fuerte bebida con un montón de alcohol, perfecta para ahogar las penas.
Me detuve en el supermercado y compré una pequeña botella de whiskey y algunas nueces.
Mientras esperaba en la línea de la caja registradora para pagar, una mujer casi en sus treintas, sin maquillaje, se atravesó en mi camino. Poco después, apareció un hombre que aparentaba ser su novio. Ambos lucían como si acabaran de salir de la cama, tenían puestos sus pijamas, y calzaban sandalias; y, sin embargo, podía oler un perfume recientemente aplicado.
Pensé en quejarme porque se atravesaron en la fila, pero nada llegó a mis labios.
«Cobarde» —me regañé en silencio.
Una vez de vuelta al auto bebí con calma mi whiskey. El líquido caliente de color caramelo bajó raudo por mi garganta, cubriendo mis sentidos con una niebla gentil. Las viejas canciones en la radio me reconfortaron, así como las gotas de lluvia golpeando el capó. Las luces del aparcamiento brillaban por entre la lluvia.
Pero la música siempre termina, la botella se acaba, las luces se apagan. Cuando apagué la radio y cerré los ojos, me vi atacado por una intensa soledad.
Quería regresar de inmediato a mi apartamento y dormir oculto entre las sábanas. No soportaba estar ni un segundo más en ese lugar.
La oscuridad, el silencio, y la soledad que por lo general prefería, me estaban devorando en ese momento.
A pesar de que estaba determinado a no dejar que las esperanzas se me subieran a la cabeza, parece que al final tenía más ganas de encontrarme con Kiriko de lo que pensaba. Mi cerebro borracho estaba siendo más honesto de lo usual para reconocer mis verdaderos sentimientos.
Si, estaba herido. Me sentía profundamente decepcionado por el hecho de que Kiriko no se presentara en el parque.
Ya no debía de necesitarme.
Ni siquiera debí hacer la invitación en primer lugar. No hubo ningún cambio para mí en esos cinco años, seguía siendo un perdedor con incontables errores a mis espaldas. De hecho, debía haberme encontrado con ella cuando quiso que nos viéramos. Realmente desperdicié esa oportunidad.
Pretendía dormir hasta que el alcohol dejara mi sistema, pero cambié de opinión. Manejé fuera del aparcamiento y pisé fuerte el acelerador, haciendo que mi viejo carro de segunda mano vibrara peligrosamente.
Estaba conduciendo borracho. Sabía que era contra de la ley, pero la copiosa lluvia me ocultaba. Sentía que, en medio de una tormenta como aquella, se me podían perdonar algunos actos indebidos.
La lluvia amainó con el tiempo. Y para mantener lejos el mareo por el alcohol, aumenté la velocidad. 60 kilómetros por hora, 70, 80. Seguramente iba a terminar chocando con un gran y profundo lago haciendo un enorme ruido, y luego aceleraría de nuevo.
En un camino rural, con ese clima y a esa hora de la noche, de seguro no tenía necesidad de preocuparme por otros autos o transeúntes.
Era un largo camino en línea recta. Los altos postes de luz formaban extensas cadenas a ambos lados.
Tomé un cigarrillo de mi bolsillo, lo prendí con el encendedor y tomé tres caladas antes de botarlo a través de la ventana.
Fue entonces cuando llegué al punto álgido de ebriedad.
No creo haber perdido el conocimiento por más de uno o dos segundos. Pero para cuando regresé a mis sentidos ya era demasiado tarde. Mi auto vagaba por el carril opuesto, y las luces delanteras iluminaban una pequeña figura justo delante.
En ese corto periodo de tiempo pensé en varias cosas. Entre ellas, montones de recuerdos sin sentido de mi infancia, que había olvidado.
Los globos de papel azules como el mar, que mi profesor del kindergarten hacía para nosotros, un cuervo que vi sobre una baranda un día que tuve un resfriado y me salté la escuela, una tienda sombría al lado de una estación en la que nos detuvimos una vez de camino a visitar a mi madre al hospital, etc.
Probablemente era mi vida corriendo frente a mis ojos. Mi cerebro estaba rebuscando en los recuerdos de mis 22 años con la esperanza de encontrar algo que me ayudara a superar la crisis.
Los frenos chillaron con fiereza. Pero, incuestionablemente, era muy tarde. Decidí rendirme y cerrar fuertemente los ojos.
En el siguiente instante, sentí como el auto impactaba algo con enorme fuerza.
Pero no hubo un choque en realidad.
Pasaron algunos segundos que se sintieron como una eternidad. Detuve el auto y miré alrededor, asustado, pero no vi a nadie en el camino, al menos no dentro del rango de las luces delanteras.
«¿Qué ocurrió?»
Encendí las luces traseras y salí al exterior, primero caminé alrededor de la parte frontal del auto. Ni un golpe o abolladura. Si había atropellado a alguien, entonces debía de haber alguna traza de ello. Volví a mirar, esta vez también bajo el auto, pero no había ningún cuerpo. Mi corazón latía a toda velocidad.
Me quedé allí, de pie bajo la lluvia. El sonido que indicaba que la puerta del auto estaba abierta se mantuvo resonando a través de la oscuridad.
—¿Lo hice a tiempo? —me pregunté en voz alta.
¿Me había echado a un lado justo en el momento justo? ¿O me había esquivado? ¿Acaso la otra persona se había escapado?
Quizás era solo una ilusión, producto de mi intoxicación y fatiga.
En cualquier caso, aquello significaba que no había atropellado a nadie en realidad
Escuché una voz desde atrás.
—No lo hiciste.
Me di la vuelta y vi a una chica. Por su uniforme gris y su falda plisada parecía una estudiante de regreso a su casa.
No parecía tener más de 17 años, y era por lo menos dos cabezas más baja que yo. Y no llevaba ninguna sombrilla, estaba toda empapada con su cabello pegado al rostro.
Por extraño que parezca, creo que me enamoré de esa chica de largo cabello parada bajo el aguacero, iluminada por las luces del auto.
Era una chica hermosa. Una clase de belleza que no se veía comprometida por la lluvia y el lodo; tales nimiedades solo la hacían atraer más la atención.
Antes de que pudiera preguntarle a qué se refería al decir “No lo hiciste”, la chica se quitó la mochila que llevaba sobre su hombro, la sostuvo con ambas manos, y la aventó contra mi rostro.
Voló directo hacia mi nariz, y un haz de luz llenó mi visión. Perdí el balance y caí al suelo, justo sobre un charco. El agua rápidamente empapó mi abrigo.
—Fuiste muy lento. He muerto —declaró la chica mientras se colocaba sobre mí y me apretaba el cuello— ¿Qué me has hecho? ¿Cómo pudo pasar esto?
Y cuando fui a decir algo, la mano de la chica voló justo hasta mi cachete una, dos, tres veces. Sentí como la parte de atrás de mi nariz se llenaba con sangre. Pero no tenía derecho a quejarme sobre su accionar.
Porque la había matado.
Mi víctima me estaba golpeando hasta la extenuación, pero sin duda la había atropellado a 80 kilómetros por hora.
¿A esa velocidad? ¿A esa distancia? ¿Sin frenar? Nada habría podido evitar lo inevitable.
La chica levantó el puño y golpeó repetidamente mi rostro y pecho. Sentí poco dolor, pero el impacto de hueso contra hueso me molestaba.
Pero pronto pareció estar exhausta, tosía con fiereza e intentaba mantener el aliento, y finalmente se detuvo.
La lluvia continuó cayendo.
—Hey, ¿me puedes explicar que acaba de pasar? —pregunté. Tenía una cortada en el interior de la boca, y sentí el sabor a hierro—. Te atropellé y moriste. Eso parece innegable. Entonces, ¿por qué sigues moviéndote como si nada? ¿Por qué no hay siquiera una abolladura en el auto?
En lugar de responder, la chica se levantó y pateó mi flanco. En realidad, sería mejor decir que se paró sobre mí con todo su peso.
Fue muy efectivo; un dolor recorrió mi cuerpo al punto que mis órganos parecían ser apuñalados con una estaca. Sentí como el aire abandonaba mis pulmones.
Por un momento no pude respirar. Si hubiera pisado un poco más cerca del estómago, probablemente habría vomitado. Al ver cómo me retorcía de dolor, la chica pareció satisfecha y se detuvo.
Quedé tirado en el suelo, boca arriba, esperando que el dolor disminuyera. Cuando intenté levantarme, la chica me extendió su mano. Inseguro de sus intenciones, me quedé mirándola en blanco.
—¿Quieres quedarte ahí para siempre? Ya levántate —insistió—. Me llevarás a casa. Al menos puedes hacer eso por mí, asesino.
—…Claro. Por supuesto. —Tomé su mano.
La lluvia comenzó a apretar de nuevo. El sonido era tan fuerte como el de cien aves picoteando el techo del auto.
Ella se sentó en el asiento del pasajero y lanzó su bufanda mojada al asiento trasero, luego rebuscó en el interior para encender la luz.
—¿Me estás escuchando? Mira esto. —Sacudió su palma frente a mí. Justo después de eso apareció en su mano una herida que brillaba con luz violeta. Parecía un corte hecho con algo afilado, una herida curada hacía ya muchos años. No pensé que pudiera haber sido provocada debido al accidente.
Supongo que debo haberme visto lo suficientemente impactado, porque ella comenzó a explicarme.
—Hace cinco años sufrí esta cortada… imagina el resto. Puedes hacerte una idea ahora, ¿cierto?
—No, en realidad no. Solo estoy más confundido. ¿Qué está ocurriendo aquí?
Ella suspiró con un tono de molestia.
—Resumiendo, puedo hacer que los eventos que me ocurren en realidad no pasen.
«¿Qué nunca ocurran?»
Intenté darle algún significado a sus palabras, pero me resultó imposible.
—¿Puedes hacerlo más sencillo para mí? ¿Es una metáfora?
—No. Es justo como lo he dicho. Puedo cambiar los eventos que me ocurren, y provocar que nunca sucedan.
Me rasqué el cuello. Tomarlo de forma literal lo hacía imposible de entender.
—No puedo culparte si no me crees. Incluso yo a veces siento dudas respecto a ello. —Recorrió la herida en su palma con el dedo índice—. Lo repetiré; me hice esta herida hace cinco años. Pero nulifiqué dicho evento. La he hecho regresar para poder explicarte.
«¿Ella nulificó el evento ocurrido?»
Era una historia demasiado ajena a la realidad. Nunca había escuchado de nadie que pudiese hacer cosas como esas. Estaba claramente más allá de los límites de cualquier humano.
Pero me encontraba en ese momento enfrentando una situación que no podía ser explicada de otro modo. Su presencia allí lo probaba.
Por lógica, debí de atropellarla, pero ella estaba ahí, frente a mí, e hizo que una herida que antes no tenía apareciera de la nada.
Parecía magia proveniente de un cuento de hadas, pero de alguna forma me forcé a creer en su explicación.
Por el momento, acepté la teoría. Ella era una bruja. Podía hacer que cosas que le ocurrían, en realidad no ocurrieran nunca.
—¿Eso quiere decir que también deshiciste el accidente?
—Es correcto. Si no me crees, puedo mostrarte otro ejemplo… —Se enrolló la manga de la blusa.
—No, te creo —dije—. Es bastante… bastante irreal, pero lo estoy viendo con mis propios ojos. ¿Pero si deshiciste el accidente, por qué aún tengo recuerdos de haberte atropellado? ¿Por qué solo no continué conduciendo?
Sus hombros se contrajeron.
—No lo sé. No es algo sobre lo que tenga completo control. También me gustaría que alguien me lo explicara.
—Y una cosa más. Probablemente digas que es por conveniencia, pero estrictamente hablando, no puedes deshacerlo todo, ¿cierto? De otro modo no me podría explicar por qué te pusiste tan furiosa antes.
—… Sí, es cierto —confirmó, sonaba un poco deprimida—. Mi habilidad es solo temporal. Tras un cierto tiempo, aquello que deshice volverá a ser como si hubiese ocurrido. Por lo que todo lo que puedo hacer, en esencia, es posponer un evento que no quiero que ocurra.
Posponer… Eso lo explicaba. Su ira cobraba perfecto sentido entonces. Ella no había evitado la muerte, solo la había hecho a un lado, y eventualmente tendría que aceptarla.
Por lo que había dicho, intuí que podía posponer eventos por al menos cinco años. Pero pareció ver a través de mis pensamientos e interrumpió mis ideas.
—Para que lo sepas, solo pude posponer el corte de mi palma durante cinco años debido a que es una herida superficial, no tiene necesidad de tratamiento. Que tanto tiempo se puede prolongar el evento depende de mi deseo y del impacto de dicha situación. Un deseo más fuerte extiende el tiempo, y un evento mayor lo acorta.
—¿Entonces, por cuánto tiempo puedes posponer el accidente de esta noche?
—… Si sigo mi intuición, diría que diez días, máximo.
Diez días.
Una vez transcurrido ese tiempo ella moriría, y yo me volvería un asesino.
No se sentía nada real para mí. Por alguna razón, la víctima de mi crimen estaba hablando conmigo en aquel mismo momento, y yo no podía dejar ir la leve esperanza de que aquel no fuera más que un mal sueño.
Había tenido decenas, cientos de sueños como aquel, en los que mis errores causaban un daño irreparable a los demás. Debido a eso, no podía evitar preguntarme si era aquel uno de ellos.
Por el momento, me decidí a disculparme.
—Lo siento. Realmente no sé cómo compensártelo…
—No importa. Disculparte no me traerá de regreso, ni te absolverá de tu crimen —dijo—. Por ahora, solo llévame a casa.
—… claro.
—Y por favor, conduce con cuidado. No permitiré que atropelles a otra persona.
Manejé cuidadosamente, justo como ordenó. El sonido del motor, que usualmente ignoraba, parecía extrañamente fuerte en mis oídos. El sabor de la sangre dentro de mi boca nunca se fue, tragué saliva repetidas veces.
Me dijo que había descubierto su extraño poder a la edad de ocho.
En el camino de regreso de sus lecciones de piano encontró el cadáver de un gato. Conocía bien al felino gris, era de esos que vagaban por el área.
Creía que podía haber sido la mascota de alguien, ya que era inusualmente amigable con los extraños y le gustaba restregarse con las piernas si se lo dejaba. No huía cuando lo acariciaban, y no arañaba a nadie. Ese gato fue como un amigo para la chica.
Había muerto de una forma terrible. La sangre sobre el asfalto se había tornado negra, pero aquella que había sido salpicada sobre el contén de la acera aún brillaba de color rojo.
La chica no fue lo suficientemente valiente como para enterrarlo; desvió la mirada del cuerpo y huyó a casa. Mientras corría, escuchó como una caja de música reproducía “My Wild Irish Rose”.
A partir de ese momento comenzó a escuchar la canción una y otra vez. Cada vez que posponía un evento, escuchaba el inicio dentro de su cabeza. Y en el momento en que el acto terminaba dentro de su cabeza, lo que fuera que le hubiera hecho daño, desaparecía.
Tras terminar de hacer la tarea y comer algo, pensó: “Me pregunto si ese era realmente el gato que conocía”
Por supuesto, de forma inconsciente, sabía que no se equivocaba. Pero en la superficie no quería aceptarlo.
Se puso las sandalias y se escabulló fuera de casa. Cuando llegó al lugar en que había visto el cadáver durante el día, no encontró ni cuerpo ni mancha de sangre.
¿Alguien lo había recogido? ¿Acaso algún alma benevolente había sido incapaz de solo mirar y no hacer nada? Pero no, algo parecía extraño. Era como si nunca hubiera habido un cuerpo muerto en primer lugar.
Ella se quedó allí de pie, anonadada. No se podía haber equivocado de lugar, ¿cierto?
Vio un gato gris algunos días después. Pensó que todo había sido un malentendido, y se tranquilizó. Cuando lo advirtió, el gato se comportaba como siempre.
Pero en el momento en que se acercó para acariciar su cabeza, sintió que algo le quemaba en el dorso de la mano. Rápidamente retiró el brazo y descubrió un arañazo del largo de su meñique.
Se sintió traicionada.
Pasó cerca de una semana, pero la herida no se curó. En cambio, había comenzado a supurar. La chica sintió náuseas y una fiebre alta, y no fue a la escuela por estar enferma.
Quizás el gato estaba enfermo. Tal vez era esa enfermedad que tenía uno de cada diez gatos, y este la había infectado al arañarla.
La fiebre se negaba a bajar. Su cuerpo se sentía pesado, y las articulaciones y ligamentos le dolían terriblemente.
«Ojalá a ese gato gris realmente lo hubieran matado».
No tomó mucho tiempo para que comenzase a pensar de ese modo. Si tan solo el felino no hubiera estado vivo, ella no habría tenido que pasar por todo aquello.
Cuando despertó al otro día, la fiebre se había ido por completo. No le dolía nada ni sentía náuseas; era la viva imagen de la salud.
—Creo que mi fiebre desapareció —informó a su madre, pero esta inclinó la cabeza y preguntó:
—¿Tenías fiebre?
«¿De qué estás hablando?» —pensó la chica. Había estado encamada por días.
Pero cuando revisó en sus recuerdos, notó que existían memorias separadas de esos días, en las que no estaba enferma.
En esos recuerdos, había ido a la escuela el día anterior, y el anterior, y cada día sin fallar ni una sola vez desde que comenzara el mes. Y podía recordarlo todo: las lecciones que tuvo, los libros que leyó durante el almuerzo, y cada una de sus comidas.
Enseguida su mente se volvió muy confusa. El día anterior se la había pasado durmiendo todo el tiempo. El día anterior había tenido clases de matemáticas, japonés, arte y manualidades, educación física y estudios sociales. Sus memorias se contradecían.
Entonces observó su mano y notó que la herida había desaparecido; y no se sentía como si hubiera sanado. Simplemente se había desvanecido. No, en realidad nunca estuvo ahí.
«El gato que murió era el mismo que conocía. Él nunca arañaría a nadie».
La chica se convenció, sin motivo alguno, de que ella había sido responsable por mantener vivo temporalmente al gato que debió haber muerto.
Porque lo había deseado, porque había querido desesperadamente que el gato no estuviese muerto, por un tiempo logró deshacer la realidad de su deceso.
Pero cuando la arañó y se enfermó, ella deseó que hubiera estado muerto. Por lo que la primera petición perdió su efecto, y el accidente volvió a ocurrir. De ese modo, ella nunca fue arañada.
La interpretación de la chica era abrumadoramente correcta y, para probar su teoría, regresó al lugar donde había encontrado el cadáver del gato.
Como predijo, las manchas de sangre habían regresado; por lo que el accidente había ocurrido. Tan solo había deshecho el evento de forma temporal.
Desde entonces, cada vez que cosas malas ocurrían, la chica las haría no ocurrir. Su vida estaba completamente llena de cosas que no quería que pasasen. Era por eso que supuso haber sido dotada con aquella habilidad.
Todo esto fue algo que me contó un tiempo después de nuestro primer encuentro.
Mientras esperábamos frente a un semáforo, la chica habló, mientras miraba por la ventana:
—¿Sabes?, aquí huele raro.
—¿Huele?
—No lo había notado por la lluvia… ¿Pero, estuviste bebiendo?
—Oh, si —respondí sin darle mucha importancia.
—¿Conduciendo borracho? —preguntó incrédula varias veces—. ¿Entonces qué? ¿Sabes cuanta gente muere por eso? ¿y tú simplemente piensas que estarás bien?
No tenía excusas. Ciertamente conocía los riesgos de conducir borracho, pero solo tenía una idea distante de sus posibles consecuencias; quizás un choque o alguna herida menor.
Si quería pensar en eventos que resultaran en la muerte de personas, a mi mente solo venían robos a bancos o secuestros de autobuses, y nada de eso tenía lo más mínimo que ver conmigo.
—Gira aquí, a la izquierda —instruyó la chica.
Metí el auto en un camino de montaña sin iluminación. Miré el contador de velocidad y advertí que no iba ni a 30 kilómetros por hora.
Pero, cuando estaba a punto de pisar el acelerador, mi pierna comenzó a temblar. Aunque fue un poco extraño, aun así, aceleré un poco, y noté como mis manos se ponían sudorosas.
Advertí las luces de un auto por el carril contrario. Solté el acelerador. E incluso después de que el auto pasara más allá de nosotros, fui disminuyendo la velocidad gradualmente hasta que el auto llegó a detenerse por completo.
Mi corazón latía como loco, al igual que después del accidente. Por mi frente resbalaba un sudor frío.
Intenté poner el auto en movimiento de nuevo, pero mis piernas no se movían. La sensación que sentí justo después de atropellar a la chica se mantenía fresca en mi cabeza.
—¿Podría ser —la chica supuso— que tengas miedo de conducir después de atropellarme?
—Si. Así parece ser.
—Te lo mereces.
Volví a intentarlo una y otra vez, pero apenas logré avanzar unos metros antes de paralizarme de nuevo.
Me orillé a un lado del camino. Apagué al auto y, cuando el limpiaparabrisas se detuvo, la ventana se llenó de gotas de agua.
—Lo siento, pero tomaremos un descanso hasta que pueda conducir de forma correcta de nuevo.
Desabroché mi cinturón, recliné el asiento hasta su máxima capacidad y cerré los ojos. Algunos minutos después, escuché como el otro asiento se reclinaba y la chica se daba la vuelta. Naturalmente, ella querría dormir de espaldas a mí.
Allí, en la oscuridad, me sentí atacado por una marea de arrepentimiento. Había hecho algo sin remedio.
Me arrepentí de cada minúsculo detalle. Era un error el conducir tan rápido. Era un error el conducir borracho. De hecho, era un error el haber estado bebiendo en un momento como aquel. No, incuso ir a conocer a Kiriko había sido un error.
«Debí haberme convertido en un inútil, un miserable que se encierra todo el día en su habitación. Así al menos no habría podido dañar a nadie».
Había arruinado la vida de la chica.
Intentando dejar de pensar en ello, le pregunté:
—Hey, ¿qué es lo que estaba haciendo una estudiante como tú en aquel lugar tan desolado?
—No es de tu incumbencia —respondió fríamente—. ¿Estás intentando decir que es mi culpa que ocurriera el accidente? ¿Crees que hice algo para merecerlo?
—No, no estaba implicando nada de eso, yo solo…
—Tu falta de precaución e insensatez tomaron la vida de alguien. No tienes derecho a hablar así, asesino.
Suspiré profundamente y me centré en el sonido de la lluvia del exterior. Me di la vuelta, y noté por vez primera que me encontraba realmente exhausto. Y debido al alcohol que aún permanecía en mi sistema, mis sentidos iban y venían.
Deseé que, al despertar, todo no hubiese sido más que un sueño.
Y antes de quedarme dormido, escuché los sollozos de la chica.
Estaba en un arcade, tarde en la noche. Por supuesto, era un sueño.
El techo estaba amarillento por la nicotina, y el suelo estaba cubierto por marcas de quemaduras, las luces fluorescentes parpadeaban, y dos o tres máquinas de juego tenían encima un cartel con la frase “FUERA DE SERVICIO”.
Ninguno de los gabinetes, todos alineados, estaba encendido, y todo estaba envuelto en un silencio sepulcral.
—Atropellé a una chica —dije—. Iba más rápido de lo necesario para matar a alguien. Los frenos apenas funcionaron con la lluvia. Creo que me he convertido en un asesino.
—Ajá. Entonces, ¿cómo te sientes ahora? —Shindo preguntó muy interesado. Estaba sentado sobre un asiento con cojín y fumaba un cigarrillo mientras se recostaba al gabinete con el codo. Su brusquedad era impactantemente nostálgica. Shindo era simplemente ese tipo de persona. Lo que eran buenas noticias para los demás resultaban malas para él, y viceversa.
—¿Tú qué crees? Me siento terrible. El solo imaginar el castigo que recibiré me hace querer morir.
—No hay nada de qué preocuparse. En primer lugar, nunca tuviste una vida que perder, ¿cierto? Ya estás viviendo como un cadáver. Sin objetivos, sin diversión…
—¡Y es por eso que solo quiero que todo termine ya! … debí haber seguido tus pasos, Shindo. Fácilmente pude haberme quitado la vida tras la muerte de mi mejor amigo.
—Detente, me estás dando asco. Haces que parezca un suicidio de amantes.
—Supongo que lo sería.
Nuestras carcajadas llenaron el silencio del arcade. Introdujimos monedas en una vieja máquina y jugamos un juego antiguo. Él ganó, tres a dos. Considerando el nivel de habilidad de cada uno, supongo que di una buena pelea.
Shindo siempre era mejor que el promedio en cualquier actividad, sin importar cual fuese. Era capaz de aprender todo con facilidad. Pero, por otro lado, al final, nunca era el mejor en nada.
Creo que quizás estaba asustado. Mortalmente asustado de que, en el momento en que tuviera que dedicarse por completo a algo, entonces se quedaría en blanco y preguntaría “¿Qué estaba haciendo?”.
Por lo que nunca daba todo de sí. Ojalá yo hubiera sido así siempre.
Y es por ello que a Shindo siempre le gustaron las cosas que claramente no tenían sentido. Juegos de generaciones pasadas, música inútil, su irrazonablemente enorme tubo de vacío de radio. Amaba ese sentido de improductividad.
Shindo se levantó y trajo dos latas de café de una máquina expendedora.
Al ofrecerme una, dijo:
—Hey, Mizuho, quiero preguntarte algo.
—¿Qué?
—¿Ese accidente era realmente algo evitable?
No entendí la pregunta.
—¿A qué te refieres?
—Lo que digo es, bueno… Quizás fuiste tú el que pediste por esta trágica situación, de alguna forma.
—¿Estás intentando decir que tuve el accidente a propósito?
Shindo no respondió. Con una sonrisa intrigante, lanzó lejos el cigarrillo hacia la taza de café vacía, y encendió uno nuevo. Era como si me estuviera diciendo que lo resolviera por mi mismo.
Sopesé sus palabras. Pero por mucho que estrujé mi cerebro, no pude llegar a ninguna conclusión. Si él solo estaba señalando mis tendencias destructivas, entonces no había razón para preguntar.
Estaba tratando que yo entendiera algo.
Y en medio de aquel sueño inconsistente, de pronto ya no estaba en el arcade, sino de pie a la entrada de un parque de diversiones.
Tras los puestos y cabinas de boletos, un carrusel, y un columpio meciéndose, pude ver una rueda de la fortuna, una montaña rusa y un paseo en péndulo.
Las atracciones hacían mucho ruido, y se podían escuchar voces por doquier. Enormes bocinas en el parque reproducían en bucle alguna música alegre, y pude escuchar el sonido de una vieja cabina de fotos entre las atracciones.
No parecía que hubiese venido solo. Alguien estaba sosteniendo mi mano. Incluso en mi estado durmiente, encontré aquello sumamente extraño. Nunca había ido a un parque de diversiones con nadie.
Sentí una luz a través de los párpados. Al abrirlos, noté que la lluvia se había detenido y el azul profundo de la noche se mezclaba en el horizonte con el naranja del amanecer.
—Buenos días, asesino —canturreó la chica. Había despertado antes que yo—. ¿Crees que ahora puedas conducir?
Sus ojos, iluminados por el nacimiento del sol, mostraban levemente las trazas del llanto.
—Tal vez —respondí.
Mi miedo a conducir pareció ser tan solo temporal después de todo. Mis manos no tenían ningún problema al volante, como tampoco lo tenía mi pie en el acelerador. Incluso así, conduje con mucho cuidado a través de las carreteras mojadas, que brillaban con la luz mañanera.
Había algo que quería decirle a la chica. Pero no sabía cómo romper el hielo. Todavía no sabía cómo dirigirme a ella cuando llegamos a nuestro destino.
—La parada del autobús está bien —señaló—. Déjame por aquí.
Detuve el auto, pero cuando la chica se dispuso a salir por la puerta, la llamé por un momento.
—Escucha, ¿hay algo que pueda hacer? Lo que sea. Déjame intentar enmendar este crimen.
—Por favor, sal de mi vista —insistió—. Ahora mismo.
La solté.
—No espero tu perdón. Solo quiero que te sientas al menos un poco mejor.
—¿Por qué debería seguirte ese juego cínico que piensas hacer?
—¿Para sentirte mejor? Solo quieres eso, ¿no es cierto?
Era una mala forma de decirlo, y me di cuenta muy tarde. Cualquiera se insultaría si escuchara eso de parte de su asesino. Aunque era poco probable que nadie pudiera experimentarlo.
Sentí que cualquier cosa que dijera solo la enojaría más. Por lo que decidí retroceder por el momento.
—Ok. Parece que quieres estar sola, así que me iré por ahora.
Tomé una libreta y escribí mi número, arranqué la página y se la di.
—Si hay algo que quieras que haga, llama a este número y vendré corriendo.
—No, gracias.
Rompió la página en pedazos justo frente a mí. Los pequeños pedazos de papel volaron con el viento, mezclándose con las hojas amarillas de los árboles, caídas al camino tras la lluvia de la noche anterior.
Volví a escribir el número de teléfono y se lo puse en el bolsillo de su bolso. Ella despedazó también esa página, y lanzó sus restos al viento.
Pero me resistí a rendirme y continué escribiendo mi número y dándoselo a la chica.
Después de ocho intentos, ella finalmente se rindió.
—De acuerdo, lo entiendo. Ahora solo vete. Me quitas las energías.
—Gracias. Sin importar la hora, llámame para hablar de lo que quieras.
La chica se ajustó la saya del uniforme y se alejó casi corriendo. Yo, también, decidí regresar a mi apartamento.
Volví a entrar al auto, me detuve en el primer restaurante que encontré y desayuné, y conduje a casa de forma segura.
Pensando en ello, había pasado mucho tiempo desde la última vez que presencié un amanecer. Un cosmos carmesí crecía en el horizonte de la carretera, extendiéndose con el viento.
El cielo azul, bajo el cual danzaba el círculo rojo y candente, tenía un color mucho más profundo de lo que recordaba.