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Magdala — Volumen 1, Acto 1

Lo divertido es que el próximo capítulo es más largo que este xd

Traductor: Absolute
Editor: Fixer-san


Acto 1

 

Existe un grupo de personas conocidas como alquimistas.

Para casi cualquiera, estos eran de la misma naturaleza que los demonios y las brujas.

Era de noche; el momento en que se intensificaba el inhóspito clima invernal. Toda la vegetación parecía hibernar, con las ramas menguando bajo el peso de la nieve, y las que seguían enteras ya se encontraban despojadas de su colorido follaje.

Kusla fue sacado de su celda por caballeros vestidos de metal. Consideró su apariencia en tal estado abominable, y arguyó que las opiniones que la gente tenía de él no sonaban demasiado ridículas al final.

La pequeña ventana que los guardias usaban para ver el exterior desde los adentros de la torre se encontraba sin cerrar. Por encima del paisaje brillaban muchas estrellas que parecían tan delicadas que los fuertes vientos podrían obliterarlas.

—¿No podías ver las estrellas desde la ventana de tu celda? —indagó el anciano liderado al grupo, mirando por encima de su hombro, al darse cuenta de que Kusla disminuía su ritmo.

En su mano derecha había un candelabro, mientras que la izquierda descansaba sobre su empuñadura, lista para cualquier suceso inesperado.

Al percatarse del anillo que el caballero llevaba en el dedo meñique, Kusla apenas logró mitigar las ganas de reír.

—Podía, pero es diferente ahora pensando que esas estrellas simbolizan mi libertad.

Levantando las cejas en sorpresa tácita, el caballero se volvió para retomar la marcha. Kusla volvió a ser acosado por los guardias que le flanqueaban, mas volvió a reír entre dientes cuando ojeó de nuevo el anillo que el viejo caballero portaba en la mano.

Había un zafiro de un profundo color azul montado en el anillo. Era una piedra preciosa que reivindicaba la superstición de conceder sabiduría y calma a los que la portaran, con la capacidad añadida de discernir los engaños. Si la plata pura era un metal utilizado para contrarrestar a los dioses malvados en forma de espada, el zafiro servía como un escudo o bastón sagrado.

Probablemente lo traía para no dejarse engañar por las palabras de Kusla, o para protegerse de algo aún más difícil de deducir.

Kusla adivinó lo que el viejo caballero estaba pensando, tarareando descaradamente mientras observaba a través de la ventana un centelleante cielo nocturno.

Incluso un inquebrantable caballero gris creía en la superstición ante la incertidumbre.

Envueltos en la oscuridad, los alquimistas solo eran temidos.

A menudo se decía que eran personas que pasaban sus días encerradas en casas oscuras tratando de convertir plomo en oro, formulando medicinas para revertir los efectos del envejecimiento, combinando cadáveres para crear nuevos organismos y esforzándose por lograr otros objetivos inútiles.

Si bien Kusla no podía negar la existencia de este tipo de personas, opinaba que la mayoría de los considerados “alquimistas” no eran tan vanidoso en su trabajo. Sin embargo, no se podría explicar con exactitud lo que ellos hacen con unas pocas frases.

El término “alquimista” simplemente era un nombre provisional para aquellos que practican la alquimia, también usado coloquialmente para referirse a personas que nunca sabían lo que estaban haciendo.

Más que ser incomprensibles en su forma de trabajar, el lugar de los alquimistas en la sociedad no es comprendido. Eran diferentes de los gobernantes que regían una ciudad, de los clérigos que educaban a los creyentes, o de los maestros de gremio que gestionaban a sus miembros; la alquimia no encajaba en las facetas identificables de la vida para otras personas, otorgándole así la percepción de trivialidad, o, mejor dicho, de inutilidad.

Cuando un rey gobernaba su ciudad, era tradicional dividir las funciones económicas de sus súbditos en cuatro grupos: Los nobles, para supervisar vastas fincas e instalaciones; los clérigos, para contrarrestar la autoridad de la nobleza; los comerciantes, para apoyar a los mercados; y los artesanos, que contribuían a la arquitectura y a la afluencia de riquezas a su ciudad. Dada esta división de las personas en cuatro categorías atribuidas, la administración de los súbditos de un rey se simplificaba categóricamente.

En son de accionar su autoridad, el rey encomendaría a los dirigentes de cada organización un nombramiento que reconocería oficialmente su condición. Los artesanos establecidos operarían como maestros de gremio sobre sus miembros. Panaderías, carnicerías, herrerías y prácticamente cualquier otra actividad económica necesaria dispondría de un gremio.

Los caballeros que arrastraban a Kusla entre la nieve tampoco estaban exceptos a este sistema.

Sus vestimentas, armaduras, candelabros, salarios, incluso la autoridad para sacar a Kusla de su prisión, todo estaba gestionado por la realeza.

Sin embargo, esta red de gestión no se desarrolló para envalentonar la frivolidad de la realeza. Se precisaba un mantenimiento centralizado de una gran ciudad, y el resultado fue esta misma red de gestión.

Las leyes de una ciudad eran establecidas por un consejo compuesto principalmente de los ciudadanos destacados y los nobles que habitaran la misma. Este consejo implementaría un código para los moradores de la ciudad con respecto a lo que se puede o no se puede hacer según la ley.

Sin eso, una gran ciudad probablemente no sería capaz de existir por más de un mes.

Entre las causas del desorden destacan los artesanos —notoriamente territoriales— que sin dudar podrían desencadenar un derramamiento de sangre.

De ese modo, todos los gremios regularían las acciones de sus miembros y hasta qué punto las llevaban a cabo, a fin de tratar de mitigar los conflictos lo mejor posible.

Por ejemplo, los herreros encargados de forjar espadas solo forjaban espadas, mientras que los artesanos de cuchillos solo fabricaban cuchillos; había una clasificación estricta entre espadas y cuchillos. Si hubiera alguna ambigüedad en la diferencia, quienes pasaron sus vidas forjando espadas se sentirían inspirados a hacer cuchillos y podrían terminar despojando a los fabricantes de cuchillos de sus clientes potenciales. Se produciría una fuente de conflicto cuando los panaderos empezaran a operar como carniceros, o que los carniceros se pusieran a vender carne fuera de otras tiendas en mitad de la noche para perjudicar el negocio de los moteles y posadas. Perpetuamente, solo el caos y la decadencia existirían en la sociedad.

Dios parecía no querer reinar en este mundo mediante el Castigo Divino, así que saber cómo evitar los conflictos en su totalidad en lugar de resolverlos personalmente se convirtió en un activo indispensable en la vida.

Usando el gremio de herreros como ejemplo, las subdivisiones de trabajo dentro de las cuatro categorías se desarrollaron a una magnitud nauseabundantemente complicada.

Había varias ocupaciones para el herrero, como forjador, afilador y el herrador; los cerrajeros, los plomeros, los fabricantes de incienso, los artesanos de metales especiales y el trabajo de otros especialistas que también se podían atribuir a los herreros.

Cada artesanía discernible parecía tener su propia clasificación como subdivisión. Aparte de compartir la misma categoría, estas subdivisiones eran mutuamente excluyentes. Si un comerciante deseaba ampliar el alcance de sus mercancías, se le exigía adquirir los privilegios para comercializar cada artesanía deseada.

Este era el reverenciado orden que sostenían los de la alta jerarquía de la sociedad.

No obstante, Kusla tampoco se jactaba de estar excepto a este sistema, pues era un hombre que supuestamente intentó transformar el plomo en oro.

Entre las numerosas subdivisiones de cuatro categorías, ¿cómo se clasificaría su trabajo?

¿Era un fabricante de tubos de plomo? ¿Un orfebre? ¿O quizás debería asociársele con los metalurgistas que creaban oro fundiendo el mineral obtenido de las minas?

Aunque podría ser aclamado por su habilidad de convertir el plomo en oro, ¿en qué lo convertiría la investigación del acto? Si tales investigadores realmente existiesen, ¿cómo se las clasificaría? Además, si convertir el plomo en oro fuera en contra de la conducta apropiada de los mortales establecida por el Dios eclesiástico, entonces ¿no estaría esa clasificación sujeta a la discreción de la Iglesia en lugar de la realeza?

Tan solo un caso de la conversión del plomo en oro ya era bastante enrevesado. Aun así, había más posibilidades: ¿Qué hay de la transformación del plomo en plata? ¿Convertir la plata en oro? ¿Combinar cadáveres para formar una nueva criatura? ¿Crear un medicamento antienvejecimiento? ¿Qué pasa con las demás cosas que no son inmediatamente identificables pero que seguramente ocurrirían en el futuro?

Considerándolo, puede que no suponga el fin de la existencia de una ciudad, pero un desorden de este tipo sería realmente catastrófico para cualquier sociedad ordenada.

En realidad, el esquema ya estaba plagando a la sociedad, pues este problemático ejemplo que hiló Kusla no era del todo ficticio; por razones no ajenas a la producción del oro, había bastantes dignatarios en la ciudad que ya estaban dispuestos a invertir dinero en alquimistas.

Hubo quienes delegaron dicha investigación para que su vida se mantuviera segura por medio de la Iglesia, por las riquezas más que todo. Una minoría de los que indagan en la investigación de la transformación de metales alquímicamente lo hicieron por el saber. Este tipo de investigación puede conducir a innovaciones para aumentar la eficiencia de la extracción de mineral, o a mejoras en la pureza del metal después de la fundición del mineral. Dada esta ventaja, la riqueza de un individuo o incluso la riqueza de toda una nación podría aumentar considerablemente.

Cuando se trataba de mejorar la eficiencia de extracción de minerales, por ejemplo, también se requería elementos muy dispares que trabajaran juntos, como la resistencia de las cuerdas utilizadas para transportar las rocas, la durabilidad de las herramientas de excavación, el diseño de dichas herramientas de excavación, la invención de los corrosivos utilizados para disolver las rocas, y otros pasos en la línea de producción. La industria de los artesanos —en su cultura insular de muchas subdivisiones distintas— se destruiría a sí misma antes de organizar la cadena de suministro adecuada para esta tarea única. Incluso si lograban encontrar una manera, los artesanos debían tener cuidado de no sobrepasar los límites de sus subdivisiones, con cada transacción que hacían a plena vista del gobierno de la ciudad.

Por lo tanto, a diferencia de los artesanos, aquellos que simplemente buscaban “métodos” en lugar de crear cosas eran muy valorados, mas no había una administración, organización o estándares que los gobernasen.

Además, cuando ocurre algo nuevo y desconocido, la cuestión de la religión se ve inevitablemente implicada.

Incluso una dama, sensible a las tendencias, sería interrogada como una hereje si rompiera las reglas sobre el peinado apropiado. Como resultado, la gente tenía miedo de desviarse de lo que se consideraba aceptable.

A la Iglesia no le gustaban los herejes, así que despertar las sospechas de los vecinos era menos que deseable para cualquiera.

El artesano entendía implícitamente que no debía llamar la atención de manera indeseada, al igual que todos los demás sujetos a este sistema.

Aquellos con autoridad que querían engañar a otros reyes y gobernantes tenían que hacer los fondos ellos mismos, recaudar a las personas apropiadas y protegerlos bajo su poder. Esta era una práctica común en el mundo, especialmente en el caso de aquellos que investigaban los metales, de quienes los gobernantes esperaban obtener resultados poco realistas. Con el tiempo, los alquimistas se ganaron su desagradable nombre, pero las expectativas que muchos tenían en la alquimia continuaron surgiendo.

No fue por compasión que este trío blindado desenjaulase a Kusla.

Lo trajeron como miembro de los Caballeros de Claudio, una gran organización de autoridad casi inmanejable y que está más involucrada en el negocio de contratar alquimistas que cualquier otra.

—Supongo que no te molestaría escucharme mientras comes.

Al poco tiempo se preparó carne de cerdo marinada, pan horneado con queso y aguamiel caliente. Kusla, quien solo pudo comer cebollas frías y pan negro en la cárcel, devoró la comida alegremente. El cálido aguamiel goteó por su bramido, y sintió que su estómago finalmente volvía a tomar forma.

—Nunca pensé que tomaría dos semanas… pero hemos obtenido formalmente la jurisdicción sobre ti.

—Así que todavía tengo mucho valor, ¿eh?

Kusla tenía un bollo en la palma de su mano, pelando su crujiente capa exterior. Sacó una pequeña botella de su bolsillo, rociando su contenido sobre el interior de la masa del pan.

—Oye, eso es…

—Solo es sal, ¿sabes? Sal.

El viejo caballero casi palideció de asombro.

—¿Qué…? ¿Lo de antes era una broma?

—Nop, aquí está el arsénico.

Kusla procedió a sacar otra botella del bolsillo de su pantalón, los ojos del viejo caballero se abrieron de par en par.

—Te lo puedo dar si quieres.

—… Seguramente sea sal de todos modos.

—Será mejor para los dos si eso es lo que crees.

Kusla devolvió la botella a su bolsillo, el viejo caballero fingía indiferencia mientras se apoyaba sobre el respaldo de la silla. Se frotó los ojos, mirando a Kusla, inclinándose un poco más hacia atrás.

—¿Por qué te haces pasar por un sinvergüenza? Tienes sentido común y capacidad para tomar decisiones; rasgos raros que te separan del resto. No te rías. De veras pienso. También eres virtuoso, y tienes muchas más cosas que otros carecen. Entonces ¿por qué? ¿Por qué robaste los huesos de un santo de la bóveda de la Iglesia para tu alquimia? ¿Estás loco? ¿Querías morir?

—No había otra forma de probarlo.

—¡Patrañas! He leído los informes de tus experimentos. ¡Tú más que nadie cuestionaría esos métodos supersticiosos!

La boca de Kusla estaba llena de pan, con la espalda tan arqueada que su barbilla casi descansaba sobre la mesa. Levantó la mirada hacia el instigador Caballero de Claudio.

Ese silencio fue envuelto por la oscuridad de la noche. El caballero continuó, indeciso sobre qué decir esta vez.

—Menos mal que fue antes de que se encendiera el fuego. Si el esqueleto se hubiese incinerado, te habrías convertido en cenizas. Entonces… —Casi se mostró letárgico—… ¿Por qué? ¿Por qué desperdicias ese talento?

—¿Por qué? —Kusla ladeó la cabeza en respuesta, con la boca llena de pan.

Se encogió de hombros, tragándose el bocado como un pájaro, seguido del aguamiel.

—No me entiendo a mí mismo, pero tal vez tú puedas entenderlo si le abres el cráneo a un alquimista altamente habilidoso.

—… Hm.

El viejo caballero suspiró ante Kusla, quien se complacía implacablemente con el pan.

—¿Es por lo que le pasó a Friche?

Hubo una pausa. Una ineludible pausa.

—Como esperaba…, pero Friche fue… ¹

—No lo sé. Ella era un espía de la facción del Papá, y quería robarse mis técnicas metalúrgicas, ¿no?

—… Sí. Hay pruebas sólidas. Muchas, de hecho.

—Entonces ¿no sería mejor matarla mientras lo disfruto con alcohol? Cortarle esa clavícula bien formada que se definía vibrantemente cada vez que reía, cortar esas costillas finas y excepcionalmente prominentes, arrancarle ese hígado sano que palpita tan maravillosamente hasta con el más mínimo tacto, escarbar minuciosamente por sus intestinos hasta que encuentre un algo; puedo hacer cualquier cosa para conseguir lo que quiero, aunque sea algo que esté escondido dentro del estómago… Y no miento.

Kusla se tragó el aguamiel tibio.

En ese entonces también estaba bebiendo aguamiel.

La ironía de todo esto es casi abrumadora.

Kusla dirigió una mirada espantosa al caballero.

—Porque durante mucho tiempo he querido intentar usar los huesos de un santo para fundir hierro.

Cualquiera de los de la Iglesia se habría desmayado de miedo, pero el viejo caballero permaneció característicamente inmóvil.

—Lo que le pasó a Friche… No había nada que pudiera hacer, y siento lástima por ello. Pero fuiste tú quien divulgó las noticias sobre lo que querías hacer… porque la amabas, supongo.

Después de todo, la especialidad del viejo caballero era la investigación de nuevos miembros.

A este punto, Kusla estaba empezando a pensar que no valía la pena esforzarse en la respuesta.

—Si no fuera por el hecho de que tus planes fueron divulgados, los dos habrían muerto juntos sin lugar a duda.

Kusla soltó un suspiro despreocupado.

—¿Quieres renunciar como alquimista?

Era una pregunta paternal.

Los alquimistas se enfrentaban a un desprecio incesante por haberse desviado del camino correcto, detestados como herejes, y aunque podían encontrar protección de las autoridades, solamente se les reconocía por sus propios talentos y vidas. Ocasionalmente, se encontraban con gente con la que se llevaban bien, pero muy a menudo estas personas resultaban ser espías.

¿Acaso quiero abandonar este estilo de vida tan lleno de adversidad?

—Puedo recomendarte. No es fácil separarse de los Caballeros de Claudio… pero puedo encontrarte un trabajo decente. Es bueno que nuestra organización sea enorme.

Kusla miró al hombre barbudo ante él; sus ojos verdes resplandecían en una luz de compasión. «Qué buen hombre», pensó. Este afortunado individuo nació de un pasado prestigioso, viviendo su orgullosa vida como caballero hasta hoy.

Es probable que sus palabras no fueran mentiras; especialmente porque los dos se conocían desde hacía mucho.

Kusla presionó los codos contra la mesa para apoyar la cabeza, exagerando sus movimientos de una manera similar a la de alguien que intentaba superar la embriaguez después de haber bebido demasiado.

Aun en su impedimento, Kusla se resolvió a no permitirse vacilar ahora más que nunca. Luchó contra el peso de sus párpados para mantener una mirada atenta mientras respondía a la oferta del caballero—: Seguiré. No me queda de otra.

Pese a encontrarse constantemente en circunstancias como estas.

El viejo caballero se apartó de Kusla, suspirando con pesadez, ostensiblemente en lástima por una persona tan desafortunada.

—Sin importar por qué tipo de experiencias pases, tu curiosidad nunca cesará. Es como si hubieras contraído una enfermedad. Y es por una razón extremadamente estúpida.

—¿Te refieres al Magdala?

El viejo se aclaró la garganta con una tos seca; probablemente no estaba dispuesto a expresar sus pensamientos sobre este concepto directamente.

Los alquimistas eran una existencia entretejida profundamente en la tela del orden social del mundo. No formaban parte de ningún sistema formal, y sus identidades nunca habían sido claras. Eran mal vistos y se les despreciaba menudamente. No obstante, había aspectos deseables del ser alquimista —y muchos alquimistas eran talentosos artesanos—, pero había una buena razón para llevar la vida despreciativa de un alquimista.

Para cualquier observador, era un objetivo extremadamente tonto, su sueño; quizá esto fue lo que desataba esa insaciable curiosidad.

Y entonces, el más allá al que los alquimistas aguardaban fue bautizado como la tierra del Magdala.

En retrospectiva, los alquimistas simplemente buscaban la entrada al Magdala, apostando todo en ello: incluyendo sus vidas y su orgullo.

—Gracias a ti, la productividad de metal aumentó enormemente en este lugar, y el costo del combustible ha bajado bastante. La cantidad de dinero que le ahorraste a los caballeros fue suficiente para rescatarte de la facción del Papa que planeaba quemarte en la hoguera.

El anciano se detuvo para observar la reacción de Kusla: él estaba mirando fijamente a la mesa, inmóvil.

—Los altos mandos consideraron que era un desperdicio aplastar ese talento.

—¿Dónde estará el próximo ? —preguntó, sin mostrar ningún interés en las palabras del viejo caballero.

La ocupación de un alquimista era única, y requería muchas y diversas habilidades artesanales.

Había pocos reemplazos, y la muerte era algo común.

A menudo eran asesinados por otros, y los accidentes eran frecuentes.

Los alquimistas eran como polillas de oro volando peligrosamente cerca de un fuego.

—Es solo que nunca he visto un acto tan vil. Ni siquiera los Caballeros pueden librarte de esta.

—… Ya estoy preparado.

—Gulbetty.

—¿Eh?

Kusla involuntariamente levantó la cabeza; el nombre del lugar le sorprendió.

—¿Cerca de las líneas del frente? ¿De verdad está bien ir a un lugar así?

—Creo que es perfecto para ustedes.

—Gulbetty… Gulbetty… —repitió la palabra, y, tras tomarse un momento, Kusla logró entender lo que el viejo caballero quería decir—. ¿Nosotros?

—¿Te suena el nombre Wayland?

La expresión del viejo caballero era agria.

Si no fuera por eso, Kusla probablemente habría fingido ignorancia ante su pregunta; después de todo, el nombre le sorprendió.

—¿Hablas en serio?

—Muy en serio. Tú y Wayland irán al taller de Gulbetty.

—Je.

No se burló o mostró disgusto, pero el asombró lo dejó sin aire.

— ¿¡En qué estabas pensando!? ¿¡Hablas de ese Wayland!? ¿¡El hombre que envenenó a un Archimandrita del Monasterio antes de ser arrestado!?

—Monasterio de las Mujeres de San Ariel, el elegante Monasterio lleno de princesas de la nobleza.

—¿Oh? —Esta vez, Kusla sonrió abiertamente, y se encogió de hombros—. Entonces ¿por qué la Iglesia los dejó?

—¿Quién sabe? Ustedes dos son alquimistas, ¿no?

Aquellos que hacen posible lo imposible.

Convertir el plomo en oro era una de sus marcas registradas.

—En otras palabras, ¿Wayland y yo estaremos en el mismo taller?

—Ustedes dos estuvieron en el mismo taller durante su aprendizaje, así que supongo que ambos se llevan bien.

—Debes estar bromeando. Envenenó mi comida siete veces.

—Oí que lo envenenaste nueve veces. ¿No fue por tus experiencias con él que ustedes dos pudieron evitar ser asesinados por un veneno?

—Bueno, creo que probablemente obtuvimos la protección divina de Tauro.

El zafiro que otorgaba la inteligencia para discernir trampas era un símbolo del zodíaco Tauro. Por supuesto, él se burlaba del viejo caballero por llevar un anillo de zafiro, y este último retiró conscientemente su dedo meñique izquierdo.

Pero hacía tiempo que Kusla no escuchaba el nombre de Wayland. Sintió como se le erizaba el pelo de la nuca.

—¿Bajo qué nombre vas? No creo que me perdonen tan fácilmente. Tiene que haber un castigo serio por mi crimen.

—No oí los detalles, pero he descubierto algunos rumores. Estaré en problemas si lo digo aquí. La orden que recibí de arriba era deportarte, y que debes obedecer con sinceridad.

»Si lo haces bien, tu deuda con los Caballeros como alquimista será dada de baja, pero si fallas, la deuda permanecerá. Por supuesto, la premisa es… —dijo el viejo caballero con un suspiro—, que debes convertir plomo en oro. Todo ya fue preparado.

—Lo haré, entonces —contestó inmediatamente. Aunque no tenía posibilidad de declinar, Kusla aceptó la tarea de todo corazón—. Aunque me da un poco de curiosidad saber lo que piensan los de arriba.

El viejo caballero aceptó la curiosidad de Kusla con una expresión inmutable; ni siquiera la más leve sonrisa cruzó por sus labios.

—Yo tampoco entiendo.

—…

—Echo de menos mis días en el campo de batalla. En ese entonces, se podía ver el horizonte de un momento a otro, sin importar dónde se estuviera.

Estas palabras, pronunciadas con un suspiro, no sonaron en absoluto como una broma.

 

 

Los Caballeros de Claudio.

Eran conocidos en todo el país; ostentaban de una autoridad sin parangón. Era una organización con gran riqueza y fuerza militar.

En el pasado, la Iglesia organizó un ejército para emprender una cruzada y reclamar la tierra santa que estaba en el este. Ese fue el nacimiento de los Caballeros.

La tierra prometida registrada en las escrituras, Kuldaros, había sido ocupada y pisoteada durante mucho tiempo por los paganos.

El Papa, Franjean IV, no pudo aceptar esto y tomó medidas contra los paganos, haciendo uso de la teoría teológica presentada por el distinguido teólogo: el Santo Jubileo de Amelia. Llamó cruzada al acto de reclamar la tierra; esto significaba que, aún si invadieran, recibirían el perdón de Dios.

Han pasado veintidós años desde que comenzó la cruzada, y aún no había llegado a su fin.

Innumerables hombres llevaban una armadura con el emblema de la Iglesia grabado, algunos incluso lo grabaron en su propia piel con tinta: estos hombres viajaron al este, armas en mano. Tanto los espadachines como los creyentes con bastón que peregrinaban deseaban ser enterrados en la tierra prometida registrada en las Sagradas Escrituras.

La antigua identidad de los Caballeros de Claudio, la Hermandad de Claudio, era una organización que proporcionaba servicios similares a los de un hospital —concretamente, alojamiento y tratamiento médico— para quienes viajaban a la tierra santa, ya fuera un soldado que pronto iba a pisar el campo de batalla, o creyentes en peregrinación.

Sin embargo, hubo bastantes personas que murieron de heridas o enfermedades antes de llegar a la tierra santa.

Dejaron testamentos, abandonando toda su herencia a la Hermandad de Claudio, y se separaron de este mundo.

La Hermandad de Claudio quedó con esta fortuna, y su riqueza fue acumulándose. Era necesario que fortalecieran su fuerza de combate independiente para mantener su fortuna, pero al final, los gentiles monjes se convirtieron en codiciosos caballeros. No podían conformarse con las peticiones finales de los creyentes piadosos, y en su codicia, se convirtieron en una organización con un voraz apetito de riqueza.

De ahí, su riqueza y número de seguidores habían superado al jefe de la Iglesia, la propia facción del Papa. No había ningún hombre en la Tierra con el poder de rivalizar con los Caballeros de Claudio que tenían un poderío militar sumamente abrumador.

Aunque los rumores alrededor de Kusla eran exagerados, él había sido sentenciado a muerte por la Iglesia cuatro veces, y ha logrado escapar por poco cada vez. Esto probaba que mientras los Caballeros, quienes eran expertos en medir el resultado contra el costo, sintieran que Kusla era aún de valor, incluso la Iglesia tendría dificultades sentenciándolo a muerte en la hoguera.

Lo mismo se puede decir de Kusla. Si había ganancia en ello, podía aceptar vender su vida a los Caballeros como alquimista. Esto se debía a que Kusla deseaba, a cualquier precio, llegar a la Tierra del Magdala.

Con este fin, no tenía más remedio que tomar el camino de un alquimista y centrarse en la investigación. Dicha investigación, sin embargo, requería una vasta suma de dinero y abundancia de materiales, mucho tiempo y la autoridad con la que protegerse del peligro. Si perdiera la protección de los Caballeros, sería imposible.

Por lo tanto, Kusla debía trabajar para los Caballeros como una oveja obediente. Su acto de arrojar los huesos de un santo al horno para ver los resultados de la fundición fue, en esencia, un suicidio; no habría sido extraño que lo abandonaran.

Después de salir de la cárcel, dio rumbo hacia la ciudad norteña de Gulbetty durante el helado invierno. Recordó la conversación que tuvo con el viejo caballero en el carruaje, la muerte de Friche y la cara de ese viejo caballero.

—Je —rio con ironía.

Desafortunadamente para él, había fracasado.

Kusla creyó que había una posibilidad de que funcionara. Incluso después de arrojar los huesos del santo al horno en un intento de refinar metal de mayor calidad, podría haberse salvado, pero entró en pánico porque Friche fue asesinada. Al estar demasiado triste, no sabía lo que hacía. Estas razones, acopladas con lo que ya había logrado a estas alturas, podrían haberle protegido de la pena de muerte.

De no ser así, él jamás habría elegido un camino tan traicionero.

—… Se me escapó una oportunidad de oro —murmuró Kusla con un leve suspiro.

Es bastante cierto que, cuando se está refinando metal, la quema de huesos puede alterar el resultado. En algunos casos, la ceniza puede ser usada en lugar de los huesos.

Y, sin embargo, las palabras del viejo caballero eran más o menos ciertas. Friche era una buena chica, y aun luego de haber comprendido vagamente que ella podía haber sido una espía, él se había quedado hipnotizado por esa sonrisa inocente. Hacía tiempo que no conocía a alguien con quien alegrarse de tener a su lado.

Aun así, a la hora de preguntar por el alcance de su melancolía, Kusla no tenía confianza alguna con la que responder esa pregunta.

Los alquimistas originalmente creían en las vicisitudes: que todo en esta Tierra estaba en constante cambio. La gente moría, el estado de la naturaleza siempre era único, y lo viejo se volvía nuevo en todas las cosas. Por eso mismo, él creía que el plomo podía convertirse en oro², y que los sueños temerarios podían volverse realidad.

Pero el cambio no espera por nadie.

Él siguió creyendo y persiguiendo el cambio mientras refinaba su metal; esta era la esencia de la alquimia.

Y así, el viaje finalmente llegó a su fin. Las caderas de Kusla habían quedado rígidas de tanto estar sentado, y el carruaje finalmente se detuvo. El conductor, que había guardado silencio durante todo el viaje, finalmente se pronunció—: Ya llegamos.

—…

Kusla salió del carruaje y lo primero que hizo fue estirarse.

Estuvo diez días dentro de ese carruaje para evitar ser avistado por los transeúntes.

 

 

Había muchos libros para leer en el camino, así que el aburrimiento se mantuvo a raya a pesar de sus dolores corporales. Sintió que no le molestaría seguir viajando.

Era un día frío pero despejado en las afueras. La claridad del aire era única en el invierno, tal y como él recordaba.

El mercado matutino parecía haberse agotado, y los agricultores, que probablemente eran de los pueblos aledaños, dirigían tranquilamente su ganado a casa por el día. Todo era aparentemente tranquilo para Kusla, y en las vidas ordinarias de estos pueblerinos, el único cambio venía con el cambio de las estaciones; ellos tendrían una familia a la que volver cada día.

La chica que antaño había expresado tanto interés en él resultó, inevitablemente, ser una espía. Comprendió que se había enamorado, pero ya había sido asesinada en el momento en que se alejó de ella.

Kusla no lo consideraba como algo que valiera pena o lástima. Ponderó sobre la posibilidad de tener emociones mucho más regresivas que otras personas pensando en ello. Aunque el destino de Friche fue lamentable, y lo mejor para ella sería revivirla, Kusla permaneció cuerdo incluso después de presenciar su muerte. Todo lo que le quedaba ahora era preguntarse cómo esa muerte podría ser utilizada para su alquimia.

Kusla se preguntó si esta era la razón por la que sentía una punzada en el pecho al pensar en ella. No era un pesar duradero, y no era agobiado por la ansiedad. Su aparente distancia de emociones le dolía tal vez más que la propia muerte de Friche.

Era un deseo de lo más excesivo. Kusla suspiró al abandonar el puesto de control de la ciudad. Su identidad fue confirmada solamente por un guardia, y sus maletas quedaron intactas; todo era simplemente unos pocos privilegios especiales que los Caballeros proveían. La mayoría de los miembros del consejo en esta pequeña ciudad fueron capturados forzosamente bajo la jurisdicción de los Caballeros y, para los habitantes de esta ciudad advenediza, esto distaba mucho de ser gracioso.

Es por esta razón que normalmente miraban a los Caballeros con desaprobación, pero la verdadera razón por la que Kusla salió tan notoriamente ileso es también debido a su condición de alquimista. La gente de este pueblo con sentido común preferiría conspirar con herejes que involucrarse con un alquimista.

La espalda de Kusla estaba dolorida por los diez días que permaneció en un carruaje; caminó con cuidado metódico para evitar que sus dolores empeoraran.

Las murallas de la ciudad eran gruesas y cerca de las puertas había numerosas instalaciones que ofrecían hospitalidad a los guardias. La guarnición patrullaba por algún vestíbulo, presumiblemente dentro de las murallas de la ciudad, con arcos y catapultas en pilas. Sus armaduras no estaban cubiertas de pintura, sino de aceite… o quizá de sangre que aún no se había secado completamente.

Los alquimistas solo se les convocaba para asuntos de mayor urgencia.

Entre las razones para convocar a gente de su calaña, cabe destacar: cuestiones relacionadas con el dinero.

Si se tratara de una simple cuestión monetaria, la solución sería bastante sencilla y directa, como cortarle la cabeza a alguien con un hacha afilada.

Kusla silbó con soltura mientras pasaba por las puertas, tranquilizado por el pintoresco paisaje de la ciudad detrás de esas gordas murallas. En términos de escala, Gulbetty era de un calibre diferente al que Kusla estaba acostumbrado.

Había un gran caudal de agua a través del puerto y cuatro puentes arqueados que se extendían a lo largo del mismo.

Después de atravesar las puertas, lo que encontró en el lugar tal y como le habían descrito. Los carros de carga y los carros de mulas se agruparon a un lado de la carretera. Carretas cargadas de jaulas con gallinas le pasaron por un costado.

Algunos viajeros encapuchados, de ojos marrones, transportaban una carga más grande que ellos mismos. Lo más probable es que formaran parte de una empresa comercial que pasaba por las montañas nevadas a fines de año, y que el cargamento que llevaban consistiera probablemente de pieles obtenidas de la caza u otros artículos como el ámbar y la cera de abeja. El viaje estacional que hacían para obtener beneficios era sabido ser arduo.

El camino estaba cubierto de estiércol de caballos y mulas. Un montón de cerdos domesticados y pollos fugados emergieron de entre la muchedumbre a un lado de la carretera, trotando de un lado a otro sin hacer escándalo.

Por supuesto, no todo era tan trivial: había gente traicionera que se apoyaba contra la pared, observando a la gente del pueblo; ladrones, bandidos, prostitutas e incluso cazadores que estaban presentes tratando, en nombre de sus respectivos líderes, de encontrar una oportunidad para atrapar a los animales de granja que escaparon. Preocupados por palpar sus monedas, los únicos ratones peligrosos que no estaban interesados en el ganado suelto eran los cambiadores de dinero del mercado negro. Y, en cierto modo, lo suyo era una forma creada a partir de la suerte y el azar. La razón por la que estos comerciantes del mercado negro podían estar a la luz del día es porque ellos eran necesarios para muchas personas.

Kusla no era de los que disfrutan de tanta calma.

Si pudiera elegir, se vería en un ambiente más ruidoso y bullicioso en las puertas interiores.

Además, había un puerto en esta ciudad; allí es donde su corazón debía estar.

Viendo que el área alrededor de la puerta era bulliciosa, debería haber un clamor aún mayor cerca del puerto.

Los Caballeros de Claudio tenían control absoluto sobre la ciudad.

Mientras llevara su emblema, ningún hombre se atrevería a hacerle daño.

—Nada mal.

Kusla respiró hondo —tal vez en un intento de limpiar sus pulmones—, inhaló el aire lleno de polvo, y entonces sonrió.

Los jóvenes que invitaban a los clientes a sus tiendas, las prostitutas y los traficantes del mercado negro no se atrevían a acercársele, pues veían en él un aire inusual al que era mejor evitar acercarse.

—¿Hacia dónde? —preguntó el conductor, sin mirarle a la cara.

—¿Quién sabe? Escuché que alguien está aquí para vernos.

El conductor guardó silencio. Su dedo izquierdo, que sostenía las riendas, estaba partido a la mitad y presentaba una gran cicatriz de una cuchilla en un costado de su cara —que ocultaba muy bien con un sombrero y la barba que se le extendía desde detrás de las orejas—; probablemente era un veterano retirado que había servido durante mucho tiempo a los Caballeros. Lo más probable es que fue elegido para matar a Kusla por si intentase escapar, en lugar de protegerle.

—…

El conductor de pronto alzó la cabeza.

Sintió las miradas posadas sobre ellos en un instante, como una liebre salvaje.

Tomó las riendas y giró el carro hacia una esquina de la intersección.

Un hombre escuálido se hallaba in situ, con una sonrisa pegada en el rostro.

—Estás a salvo, ¿eeeh? —Puso especial énfasis en las vocales al final de la pregunta.

Tenía su pelo rubio erizado atado en un fardo, y cabía preguntarse si él alguna vez pensó en cortarse esa barba descuidada o si la dejaría tal como estaba. Aun así, era el único hombre en el mundo que le daría la bienvenida a Kusla con una sonrisa.

 

 

Kusla, reflexivamente curvó los labios, devolviendo la sonrisa, y dijo—: Mira quién lo dice. ¿Por qué sigues vivo?

—¡Supongo que Dios me guarda!

Una vez más, habló con esa peculiar cualidad de vocales realzadas para enfatizar, y eso le resultaba muy familiar a Kusla. Sea a propósito o no, envenenar mortalmente a un archimandrita resultaría sin duda en castigo con la sentencia de muerte, y, sin embargo, Wayland apareció bien vivo frente a él. Los alquimistas eran, como aquel viejo caballero había dicho, magos.

—¿Y tú cómo sobreviviste? Escuché que tiraste los huesos de un santo a un horno y los quemaste.

—El fuego no estaba encendido, y la clave fue que di una excusa. La Divina Retribución me perdonó: que yo era inocente y solo pensaba que el santo tenía frío.

Wayland siguió caminando, mirándose las uñas, y se encogió de hombros.

—¿Qué hay de ti?

—¿Yo? No lo envenené.

—… ¿A qué te refieres?

—O sea, mientras ese tipo gordo devoraba su comida, yo aparecí frente a su mesa, le sonreí y agité una botellita en su cara. Luego se puso pálido, y cayó muerto.

Este era el truco al que Kusla había aludido cuando se burló de los guardias, mas dichos métodos eran bastante reales.

Pero como la táctica mató a un hombre, parece ser que Wayland lo había planeado con mucha antelación.

—Pero ¿por qué harías eso?

—Estaba coqueteándole a mis chicas.

La expresión de Wayland parecía preguntar: «¿Qué otra razón podría haber?». Kusla no tuvo más remedio que asentir con la cabeza.

—¿No era un archimandrita de monasterio?

—Dije que estaba coqueteando con las monjas. El archimandrita de un monasterio femenino no necesariamente tiene que ser de género femenino.

Kusla no pudo sino encogerse de hombros ante la capacidad de Wayland para lograr semejante hazaña. Incluso con la decadencia de los clérigos, Wayland se involucró románticamente con las monjas, que bien podrían verse como aves enjauladas.

—Ese gordito hizo muchas cosas malas que la gente no ve normalmente y, a los ojos de la gente, me estaba deshaciendo de una plaga. Las monjas del monasterio me rogaban que las salvara, así que salí impune. Me veneran como un héroe en el monasterio.

—Siempre has sido bueno en este tipo de cosas.

—Es solo que no se te da bien, Kusla.

Kusla había caído una vez por las dulces palabras de una espía; se enamoró, pescó el anzuelo, con sedal y plomada, tan solo para que la matasen al final. Se encogió de hombros y apartó con una patada a una gallina que pasaba volando.

—Pero es realmente impactante…

Kusla se acercó y le escuchó con calma.

—Nunca pensé que volvería a trabajar contigo en un mismo taller, Kusla.

—Esa es mi línea.

—¿Cuántas veces nos hemos encontrado en la prisión de los Caballeros?

Kusla había entrado y salido varias veces, y el propio Wayland no se quedaba atrás en este departamento, así que los dos se reunían frecuentemente tras las rejas.

—Pero ¿cuándo fue la última vez que estuvimos juntos en el taller?

Wayland dio una pausa para responder.

—Hm… eso fue hace cinco años, ¿no? Extraño mucho aquellos días.

Cada vez que recordaban lo ocurrido hace cinco años, sentían que no habían sido más que tontos inmaduros; un pensamiento al que solo se podía hacer mueca.

Los dos se peleaban constantemente y, después de aprender un poco, robaban veneno del taller para utilizarlo en la comida del otro.

Sin embargo, su maestro era un demonio mucho peor que ellos, así que el día de su graduación, Kusla y Wayland planeaban envenenarlo. Después de que su maestro terminase la mitad de su comida con mercurio, fueron aprehendidos.

Cuando partieron caminos, Kusla se despidió de Wayland, y ambos intercambiaron sonrisas sinceras. La escena seguía fresca en la mente de Kusla.

—En aquel entonces te conmovías fácilmente al punto de ponerte a llorar, Kusla.

—Mira quién lo dice. ¿No eras tú un buen llorón?

Wayland se encogió de hombros, estirando bruscamente los hombros con audible alivio, y se volvió para mirar a Kusla.

—De todos modos, apurémonos a saludar al que nos colgará para poder dirigirnos al taller. Estoy ansioso de verlo.

El verdugo al que se refería era el encargado de las operaciones alquímicas con los Caballeros que tenían un taller en la ciudad.

Él no solamente estaría involucrado en proveer los recursos de alquimistas necesarios para el trabajo, sino también en ayudar a los mismos en el caso de que fueran grabados con una cierta marca de alguna facción de la Iglesia o sentenciados a ser quemados en la hoguera. Por otro lado, si un alquimista ya no podía servir a los Caballeros, o era considerado inútil, normalmente lo vendía a la Iglesia o lo asesinaba.

A pesar de lo inusual que parecía, los Caballeros realmente se reservaban el derecho de matar a su antojo.

Por eso estos individuos eran llamados “verdugos”.

No eran conocidos como ejecutores por el hecho de que un alquimista no tenía derecho a aceptar un castigo rápido como la decapitación, usado para la plebe. Arder en la hoguera mataba demasiado rápido, por lo que también podría considerarse una muerte demasiado fácil. Básicamente, ellos colgarían a un alquimista con los perros, y el alquimista sería arañado y roído por estos canes agitados durante tres o cuatro días antes de que pudieran morir.

Kusla tuvo que recordarse a sí mismo de no sonreír internamente mientras cuestionaba a Wayland.

—¿Y aún no has estado en el taller?

—Nop. Acabo de enviar la mercancía al sitio. Llegué esta mañana con la Unidad de Carga de los Caballeros.

—¿Acabas de llegar, entonces?

—Correcto.

—¿Y no podías haber ido ahí primero?

—¿Cómo esperarías eso de mí… —Wayland levantó la voz burlonamente—, com~pa~ñe~ro?

—Me das escalofríos.

—¡Qué malo~!

A Wayland le gustaba imitar el gañido de un perro, del mismo modo que a Kusla le gustaba burlarse de los guardias de la prisión. La ciudad de Gulbetty estaba situada cerca de las líneas del frente, y los ciudadanos, que estaban acostumbrados a ver mercenarios y caballeros de la misma manera que a los ladrones, entrarían en pánico y se alejarían apresuradamente de ellos.

Alquimistas.

Esos despreciables que se desviaron del camino.

Cuando era joven, Kusla respondía a los comentarios maliciosos con una fría mueca de desprecio.

Sin embargo, ya no le quedaban ánimos; a lo sumo, se burlaba de los guardias. Wayland, por otro lado, no parecía diferente de sus días como aprendiz, viéndose capaz de cometer un asesinato sin siquiera pestañear.

—Pero estoy de acuerdo con ir al taller. Quiero derretir este aire frío dentro de mí, como un metal fundido —musitó Kusla.

—Por su aspecto exterior, creo que está en muy buenas condiciones. Como se esperaba de una instalación en el frente.

Esta tierra del norte era donde los Caballeros de Claudio concentraban tanto sus finanzas como su poderío militar; utilizaban Gulbetty como base. Era natural que la tierra más septentrional perteneciera a los Caballeros, y no había nadie que se atreviera a burlarse de los Caballeros, pues su poder era bien comprendido.

Muchos alquimistas avaros deseaban y soñaban con un taller situado en las cercanías del frente; con tal posición, podían golpear mientras el hierro estaba caliente. La gente haría cualquier cosa por ganar.

Había una oferta infinita de fondos, podían tener libros dados a ellos con prioridad, y tenían el codiciado derecho de hacer negocios con los artesanos locales y las minas. También había muchos beneficios para ellos, como poder hojear libros secretos y prohibidos.

Kusla probablemente estaría encantado si no fuera por la condición por la que había llegado al frente de batalla: tenía que estar con Wayland.

—Pero ¿qué hay del hombre que utilizó el taller de Gulbetty antes que nosotros? Es un verdadero tonto al entregarnos un taller tan bonito.

Kusla caminó alrededor de un montón de estiércol de caballo mientras hablaba, y Wayland contestó —con su voz característicamente realzada— de una manera no muy distinta a como uno podría describir el clima de ayer:

—Oí que murió.

—¿Oh? ¿Murió por un accidente?

Los dos se cruzaron con un perro atado a una puerta, su boca estaba manchada de sangre fresca y roja. Es probable que hubiera ido a cazar temprano esa mañana: la presa fue, naturalmente, un ser vivo que vagaba por la ciudad.

—No, escuché que fue asesinado por alguien en la ciudad.

Kusla evadió el estiércol de caballo que se encontraba en medio de la ruta, sin dar respuesta.

Aunque entendía que esas cosas eran comunes, seguía preocupado por algo.

Esta vez los Caballeros fueron quienes les asignaron la tarea; claramente lo consideraron como una forma de castigo.

—No me digas que estamos trabajando en pareja por esto.

—Hm… eso creo. Enviaron gente sin escrúpulos como nosotros a un lugar tan bueno, es más que seguro que están ocultando algo.

Wayland se rascó la cabeza mientras caminaba, fingiendo preocupación.

Era del tipo que recogía piedras de la carretera, las cortaba, molía, observaba, y jugaba con ellas para entretenerse. Si parecía desinteresado, significaba que estaba descontento.

—Podrían matarnos si estamos solos, así que dos personas lo harían reconfortante, ¿eh?

Ambos caminaron en silencio. Kusla se volvió hacia Wayland, y este pateó un guijarro.

—Los alquimistas menospreciados están condenados.

—Jaja. ¡Así nos enseñó ese maestro de pacotilla!

Los dos se pararon frente a la casa del verdugo.

Kusla recordó esa escena de hace cinco años, y sus hombros se endurecieron.

—¿Asustado?

—Esa es mi línea.

Han pasado cinco años desde la última vez que Kusla discutió con alguien de esta manera.

Quería suprimir la nostalgia, pero era incapaz de hacerlo, con la boca encorvada hasta los extremos.

Los peatones circundantes estaban aterrorizados, así que se apartaron, dejando un camino para ellos dos.

 

 

—Sé que ustedes se especializan en los envenenamientos y asesinatos.

El hombre sujetó el pergamino con un pisapapeles de oro puro, y entonces procedió a girar su pluma con fluidez sobre la mesa mientras hablaba.

Su letra elegante era una delicia para la vista. Resultaba un misterio cómo una mano tan gruesa y regordeta podía escribir con tanta fluidez.

Era el líder del Cuerpo de Carga Gulbetty perteneciente a los Caballeros de Claudio, Alan Post.

El trabajo del Cuerpo es proporcionar comida y vino a los soldados, o transportar ciertas necesidades. Sucede también que la mayoría de los Cuerpos de Carga eran muy activos en el campo de batalla.

Sin embargo, las posiciones más altas entre los Caballeros diferían en el papel.

Los Caballeros se promueven a sí mismos con audacia, alegando que sus acciones son santificadas por la Divina Voluntad, y usarían esta excusa para coludir junto con los gremios para comerciar. El mercado era esencialmente rehén de lo que hacían, particularmente con las finanzas y el corretaje de información, y lo mismo pasaba con la obtención de beneficios. Esto se debía a que los comerciantes buscaban naturalmente ganancias donde hacer negocios, especialmente en los lugares donde prevalecía la guerra, y los Caballeros veían el beneficio de ser los instigadores de la guerra.

Alan Post, quien se sentaba frente a ellos, tenía control absoluto sobre el torrente sanguíneo conocido como finanzas, que fluían en torno a Gulbetty. Sacó mucho provecho con su manipulación, y su cuerpo regordete creció de la misma manera que sus cofres. Su vientre presionaba contra la mesa vacía de la oficina mientras continuaba su trabajo.

 

 

—¿Por qué asesinaría a alguien? Mi amada sufrió ese mismo destino.

—¡No hay manera de que envenene a alguien! No usaré veneno.

Kusla y Wayland se quedaron en medio de la sala, respondiendo a sus propias preguntas con miradas vagantes.

—Bueno, no tengo intención de culparles. Solo daba mi opinión.

Ninguno de los dos sabía cómo expresar adecuadamente su deleite.

Wayland respondió estirándose la espalda, mientras que Kusla se picaba las uñas.

—Tales acciones no son malas, sin embargo. Cuando entran en una habitación por primera vez, solo pueden dar una primera impresión a otra persona una sola vez. Si menosprecian a sus superiores desde el principio, eso se volverá en su contra.

Kusla desvió su mirada hacia Wayland, y Wayland hizo lo mismo con Kusla.

Ambos suspiraron y ajustaron sus posturas erguidas mientras ponían la mirada al frente.

—Y cuando sienten que sus secretos son revelados, fingen obedecer, ¿eh? Bueno, aprobaron.

Post entregó el pergamino al mayordomo que lo esperaba a su lado, continuó parpadeando con sus pequeños y ardientes ojos, para luego proceder a frotárselos.

—Bañar al oponente en flores para que se descuide y entonces quitarle los pies. Eso está muy bien.

—¿Quieres demostrar que no eres un superior fácil de tratar, y hacer que no divulguemos nada? —dijo Kusla mientras miraba al techo, y la complexión redonda de Post se estremeció en risas.

—Sí que eres inteligente. Estos son en verdad los dos que le pedí a los Caballeros.

Kusla sintió algo que no encajaba en lo que dijo.

—… ¿A qué te refieres?

—Debo proteger mi propio cuerpo.

—¿Con veneno y asesinato?

Post sonrió, pero sus ojos estaban desprovistos de toda la benevolencia que tenían antes.

—La mejor defensa es una buena ofensiva. Esta es la única regla que aprendí en el ejército.

Esta vez, Kusla sinceramente quiso toparse con la expresión de Wayland, en lugar de ser un mero acto.

Parece que nos hemos metido en una situación problemática.

—Su predecesor es un hombre llamado Thomas Blanket. Era un hombre excepcional, que probablemente llegaba a los cuarenta años, pero que ahora está muerto.

Su forma de hablar era tan directa y pensativa que de alguna manera indicaba cómo se le podría hablar con dignidad a una flor marchita. Kusla se pronunció—: Su Excelencia Post. ¿Él fue asesinado bajo sus narices o algo así?

El jefe de esta ciudad, . El labio rizado de Kusla traicionó los pensamientos que pasaban por su cabeza.

Por supuesto, si él fuese alguien que se dejase fastidiar fácilmente por tales provocaciones, no estaría sentado en este asiento.

—Para ser sincero, ese es el caso, y todavía no hemos atrapado al culpable.

—¿No lo han atrapado?

—Sorprendente, ¿no es así? La gente de la Iglesia, quien quiere recuperar la autoridad sobre esta ciudad, está haciendo un gran esfuerzo, pero aún no logran averiguarlo. La muerte de un alquimista normalmente se atribuye a algún conflicto de la fe. Mientras puedan obtener pruebas de herejes, podrán aprovechar inmediatamente la oportunidad de derribarme.

Los Caballeros honran a Dios, y no al Papa, quien gobierna la Iglesia.

De ahí la necesidad explícita de un ejército independiente, finanzas y doctrina a la vez.

Independientemente de la ciudad que se tratase, habría un conflicto sobre la jurisdicción entre la Iglesia y los Caballeros.

—Por eso digo, no tenemos idea de qué tipo de gente mató a Thomas y tampoco sabemos el porqué. No sabemos si fue un accidente, una pelea entre borrachos, un robo o la prueba de una nueva espada.

»Tal vez fue alguna clase de cacería de brujas con un sesgo en contra de los alquimistas, o tal vez la Iglesia quiso obtener los resultados de la alquimia de Tomás y él los rechazó.

»Tal vez desertó, y fue asesinado en son de silenciarlo. —Post dio una pausa antes de continuar—: Bueno, no conocemos al enemigo, y no podemos establecer un plan, pero tampoco podemos sellar la ciudad así sin más.

—Todavía queda un método de protección para gente como nosotros conocido como encarcelamiento.

—Eso es para gente que tiene un rango más alto que el mío. Además, odio a los que andan sueltos y respiran el mismo aire rancio durante toda su vida.

Kusla se encogió de hombros, levantando la mano para reconocer que no debió haber interrumpido.

—En este momento, el equipo metálico de la ciudad está en un estado deplorable. La guerra al norte de Gulbetty sigue bien, pero la mayoría de las colinas mineras en el norte están todavía en manos de los paganos.

»Aún si tratáramos de fabricar y refinar armas en el sur, el costo de la mano de obra sería demasiado alto, y habría que pagar demasiados impuestos a lo largo del viaje. Además, hay cosas que tenemos que transportar como trigo, centeno, cebada, vino de uva, alumbre³… incluso la avena que consumen los caballos militares de los Caballeros. Si no los suministramos, habrá escasez.

—En otras palabras…

Las personas se centran en sus limitadas experiencias pasadas a través de la vida, y son propensos a perder el control sobre sus vidas para siempre. A menudo, la gente demoraba un poco en darse cuenta del tiempo que había perdido, y algunos nunca lo hacían.

Post se detuvo un momento tras ser interrumpido por Kusla, y pareció deleitarse al recoger su interjección mientras Kusla reflexionaba.

—En otras palabras, esta ciudad necesita alquimistas con una habilidad excepcional en metalurgia para aumentar la producción de metales, pero como no podemos explicar la muerte del último, no podemos encontrar sucesores aceptables.

—En otras palabras, somos los peones sacrificables.

—Incluso en el campo de batalla, estas personas son innecesarias para lograr una victoria final.

Bien, entonces nos envían a la muerte.

Post mostró la compostura que solamente un hombre que había dado tantas otras órdenes de este tipo podría dar. Su cara estaba en una calma escalofriante.

Ni Kusla ni Wayland tenían intenciones de protestar.

Pero no porque les faltara confianza. Para ser más exactos, a un alquimista no le importaría después de estar tan atrapado.

—¿Quieres decir que podemos quedarnos aquí mientras no muramos?

—Tú lo has dicho. Además, los guerreros que regresan del peligro se convertirán en héroes. No creo que la garantía sea muy insignificante.

Los talleres cerca del campo de batalla tienen lo que podría considerarse un presupuesto ilimitado. No era normalmente un lugar al que enviarían jóvenes y bárbaros alquimistas como Kusla y compañía para operar.

Si se aferraban al plan, el riesgo también recaería sobre sus hombros.

—Lo bueno es que la ciudad está bajo mi control. Ciertamente no permitiré que esa violencia vuelva a ocurrir, y limpiaré este lado tanto como pueda. Espero se esfuercen.

Post entrecerró los ojos. Su expresión era grave, la expresión de una persona en autoridad, donde todos los demás eran meros peones por utilizar.

A Kusla no le agradaba, pero las razones que guiaban las acciones de Post eran bastante comprensibles. En este sentido, sentía un cierto nivel de confianza entre ellos.

Kusla y Wayland siguieron el estilo de los Caballeros al saludar—: Sí, señor. —Fue un pobre intento de burlarse de la formalidad de los Caballeros, a lo que Post echó una carcajada. Su perspicacia era más de lo que aparentaba en un principio.

—Ah, sí.

Justo cuando Kusla y Wayland estaban a punto de cruzar la puerta, Post los llamó para que se detuvieran—: Tengo que pedirles disculpas por algo.

—¿Hmm?

—Intenté lo que pude, pero hubo algunas cosas que no se pudieron evitar.

—¿Qué serían esas cosas?

—Lo entenderán cuando lleguen al taller. Bueno, si se les da bien el veneno y el asesinato, a veces hay una manera —contestó al inquisitivo Kusla.

Los dos alquimistas se encogieron de hombros.

—… Con su permiso.

Wayland abrió la puerta para ambos salir.

Por el pasillo había en fila subordinados cargando libros con caras tensas.

No había nada que ocultar de un gobernante que escribía personalmente sus propios documentos.

El liderazgo a menudo caía de la gloria debido a la traición de sus subordinados. Estos gobernantes no podían ocultarles a sus secretarios nada de lo que querían mantener en secreto.

Por otro lado, Post podía ocultar todos sus secretos y fabricar informes según sus necesidades.

Al parecer, la tierra próxima al campo de batalla no era un lugar por el que los caballeros pudieran moverse tranquilamente.

Este edificio parecía almacenar todas las cosas tomadas de los gremios de esta ciudad; quizás incluso el edificio mismo fue tomado de la misma manera. Al salir, encontraron la bandera de los Caballeros izada en lo alto del cielo, declarando desvergonzadamente su autoridad.

En la plaza exterior del edificio había una estatua de bronce de un soldado que sujetaba una magnífica espada, símbolo de la independencia de la ciudad, pero que en realidad tenía poco más que cualidades ornamentales.

Quienquiera que pudiera blandir la metafórica espada para matar a los pecadores era el gobernador de este pueblo.

Sin embargo, los Caballeros ejercían su autoridad para convocar a los alquimistas y a las autoridades de la muralla del poblado que no querían despachar sus maletas.

Como la autoridad establecía el orden natural de las cosas en esta ciudad, el destino de Kusla y Wayland lo decidía Post. La autoridad tenía un amplio alcance y, al mismo tiempo, era pesada.

Kusla y Wayland pasaron a un lado de la bandera y los guardias, entrecerraron los ojos bajo el sol del mediodía, y miraron las bulliciosas calles.

—¿Qué crees? —le preguntó a Wayland, quien estaba mudo mientras se paraban frente a la recepción de Post.

Wayland era del tipo que apenas hablaba con los de su clase, aunque no porque Post fuera alguien con quien no estuviera familiarizado. En lugar de eso, él estaba pensando en cómo matar a la otra parte.

Esto fue algo que Kusla escuchó hace 5 años cuando aún tenían humedad detrás de las orejas.

—No sabría decirlo solo con eso.

—Es verdad.

—Pero es como la minería. Sea el metal que sea, Dios jamás lo dio en su forma más pura.

—¿En otras palabras…?

Wayland mostró una sutil sonrisa.

—En otras palabras, seguiremos trabajando como de costumbre.

Después de terminar su almuerzo en medio del mercado de la ciudad, Kusla y Wayland se dirigieron a este nuevo taller.

 

 

Como la ciudad estaba tan bulliciosa donde ellos se encontraban, tenía que haber un lugar más tranquilo en otra parte. Pasearon por un tramo de casas vacías, y su campo de visión se despejó al cruzar.

Un paisaje urbano extenso estaba justo ante ellos, y el mar espumoso se extendía desde lejos y hacia el horizonte.

Era hermoso.

Se preguntaron por qué la zona que les rodeaba estaba tan desprovista de paseantes ruidosos, y advirtieron entonces que probablemente era porque se encontraban frente al acantilado. Una cierta belleza arquitectónica del taller de un alquimista probablemente yacía allí.

—Es un taller bastante extravagante.

—Ese tipo. Thomas. Vaya que sabía lo que hacía.

Una batalla no tenía sentido si nunca se ganaba la victoria final.

Kusla y Wayland probablemente tendrían que usar métodos inescrupulosos para ganar sus batallas de la misma manera, y solo cuando ganaran es que se considerarían los costos. Si la producción de un solo alquimista era lo suficientemente efectiva como para derribar toda la situación de batalla, operar en un sitio plano desde un taller entre la ciudadanía —en conjunto con este paisaje resplandeciente— era un mal necesario.

Wayland sonrió mientras le hacía señas a Kusla desde lejos. Se fueron al costado del taller, miraron hacia abajo a la baja civilización; incluso Kusla quedó impresionado.

—¿También hay una noria?

—Y el agua fluye por el barranco donde pasamos. Creo que aquí abajo hay una alcantarilla excavada deliberadamente, pero no parece que dispongamos de toda esa agua para nosotros.

Kusla siguió la mirada de Wayland y se asomó al fondo del acantilado, mirando hacia abajo y vislumbrando el puerto. Había varias ruedas de agua girando y varios edificios reunidos a su alrededor; era difícil saber si eran para molinos de harina, trilla, o algún otro oficio.

La fuerza de la noria estaba determinada por la corriente de agua, y la corriente lo estaba por la altura desde la que caía.

El taller fue construido en el puente. El lugar donde se encontraban Kusla y Wayland era el primer nivel, el taller ocupaba dos niveles más abajo, y la noria estaba en la parte inferior. Esto significaba que toda la fuerza del agua estaba abajo.

Hasta ahora, Kusla había tenido que cooperar con artesanos para compartir instalaciones como la noria. Teniendo en cuenta su pasado, este era un lujo digno de aprecio.

—El horno está hasta arriba de rapé. Hasta construyeron una caldera grande, ¿eh? Bueno, supongo que lo permitieron a regañadientes porque está al lado de una noria.

—Podemos lavarlo con el agua si hay un incendio.

Wayland se volvió hacia Kusla con una mirada curiosa.

—Entonces la gente de abajo se vería afectada.

Aunque, aún si eso realmente sucediera, él permanecería indiferente.

Para ser alquimista, encajaba bastante bien en el estereotipo.

No le interesaba las trivialidades de la vida de los demás, y seguiría sin preocuparse mucho, aunque se les ocurrieran acontecimientos importantes. Kusla, que se había dado cuenta de que Wayland había sido excluido de prácticamente todo lo demás en el mundo, pensaría a veces lo mismo, o, mejor dicho, solo se preocupaba por estas cosas por un nebuloso sentido de la obligación.

—Pero ¿de qué se quería disculpar ese viejo gordo?

—Hm… ¿Qué podría ser…? No se me ocurre nada.

Alzaron los ojos lejos de la noria y apreciaron el hermoso paisaje. Iluminada por la luz del sol, la atmósfera disipó cualquier sensación de aprehensión que pudieran haber sentido acerca de la situación.

—Tal vez solo nos estaba engañando. Entremos rápido que hace frío.

—Cierto, vayamos adentro.

Kusla se sintió un poco reacio a apartar la vista del acantilado; no es que esa fuera a ser la última vez, pero su calidad sin igual era seductora.

Se acercó a Wayland, que estaba abriendo ansiosamente la puerta del taller con la llave de bronce que les habían dado. La puerta se abrió, y Kusla se chocó con Wayland, quien se había detenido abruptamente.

—Oye, ¿qué pasa contigo? —reprendió a Wayland en frustración, mirando por encima de él para echar un vistazo al interior.

La pared de piedra estaba forrada de madera contra el suelo y las paredes estaban repletas de una colección aparentemente interminable de artículos diversos, como si algún habitante psicótico se encargara de la decoración. La habitación no estaba sucia, pero la cantidad de esfuerzo para mantenerla parecía cuestionable.

Kusla se sintió más sorprendido de que esto pudiera hacer congelar a Wayland.

En el momento en que pensó esto, una voz extranjera se oyó desde la habitación.

—Veo que finalmente han llegado.

Pasando a Wayland, la fuente de esta voz resonó como una avalancha contra los gruesos muros del edificio, haciéndose eco con claridad.

La inflexión de una voz solía llevar sorprendentemente más información que su contenido. Un acento podría traicionar una impresión precisa de los rasgos físicos o faciales de una persona, y su elocución traicionaría más o menos el estatus de la persona. La disposición de un orador era más evidente en su tono, pues las emociones de las personas se transmitían invariablemente con el habla.

Teniendo en cuenta todo lo que escuchó, Kusla pudo argüir que la persona que tenía enfrente era un inspector para ellos dos.

Pasó a un lado de Wayland, que seguía quieto en la puerta. Kusla se frotó los ojos repetidamente: la vista es demasiado increíble.

«¿Qué hace esta persona en el taller de un alquimista?», pensó.

Había una pequeña monja vestida con una bata que le llegaba hasta los dedos de los pies.

Su túnica tenía unos patrones que pertenecían a un monasterio afiliado a los Caballeros a lo largo de los bordes.

Ella no había venido por error. Probablemente.

—¿Quién eres?

Wayland se enorgullecía de que, si estaban juntos, se quedaría callado y dejaría que su compañero se encargara de la conversación mientras él solo se enfocaba en cómo matar al oponente; en ese momento, ella se vociferó con un tono poco amigable:

—Mi nombre es Ul Fénesis. Los Caballeros de Claudio me enviaron a este lugar.

Su túnica era blanca, con un velo cubriéndole la parte superior de la cabeza. Parecía una muñeca, con amplios ojos esmeralda y flequillo de un obvio blanco. No era raro de ver cabello que fuera una especie de alabastro a la sombra, pero es definitivamente raro poder apreciar semejantes mechas blancas de cáscara de huevo.

—Estoy aquí para supervisarlos.

Fénesis no parecía preocupada por Kusla y Wayland. Después de presentarse, se levantó de su asiento para ponerse de pie. En cuanto a por qué no había diferencia de altura ni cuando estaba sentada ni cuando estaba parada, era porque sus pies no podían tocar el suelo cuando estaba sentada en la silla.

Era una niña.

Sin embargo, su expresión sugería cualquier cosa menos ingenuidad infantil. Llevaba un aire de gravedad sin límites.

«Bueno, ¿y ahora qué?». Kusla volvió su mirada a Wayland oblicuamente por encima del hombro, pero cualquier expresión que hubo en su rostro hacía tiempo que se había esfumado de él.

—Si hacen algo que se desvíe del camino de Dios, lo denunciaré a mis superiores. Por favor, no se olviden de las Enseñanzas de Dios, no rompan el Orden de Dios y no manchen el Prestigio de Dios. Harían bien en recordar estos tres puntos mientras trabajen para los Caballeros, para Dios.

Su actitud era todo como una Ceremonia de Inducción monasterial, pero lo preocupante era que la monja ante ellos, Fénesis, tenía una expresión bastante seria.

Esta chica, que era sorprendentemente inteligente para su edad, parecía una reminiscencia a los fanáticos con los que Kusla se cruzaba de vez en cuando.

«De mente estrecha, honestidad en sus expresiones…».

Post quizá se había disculpado por esto. La estructura burocrática de los Caballeros no era tan estable como una roca en tierra. Se sentía como una confirmación de cómo este mundo estaba formado por tres tipos de personas: los que luchaban, los que rezaban y los que sembraban.

Los alquimistas contratados por los Caballeros formaban parte de los que luchaban, ya que estaban básicamente involucrados en el desarrollo de armas o tecnología para derribar ciudades. Los alquimistas se registrarían bajo el nombre de “Equipos de Bagaje”, ya que eran necesarios para fabricar diversos materiales.

De todas maneras, Fénesis era claramente una vanguardia del grupo de los que rezan. Dada su posición como monja, probablemente era miembro del Coro de los Caballeros. Por supuesto, estos eran diferentes del Coro de la Iglesia. El Coro de la Iglesia alababa a Dios en una capilla silenciosa, mientras que el Coro de los Caballeros se exaltaba en medio de un sangriento campo de batalla.

La naturaleza y dirección de la fe organizada era diferente de la que tenía el Coro de los Caballeros. Era espantosa y estaba orientada al poder. Su fuerza yacía en la capacidad de esperar por el golpe perfecto, deseando robar la autoridad del Cuerpo de Batalla. La Iglesia e incluso sus aliados estaban ansiosos por derribar a Alan Post, por lo que un Caballero de Claudio herido podría quedar cojeando en un bosque de depredadores. Si los alquimistas “de repuesto” de los Caballeros también fueran asesinados, buscarían una oportunidad para tomar el control de Gulbetty.

Lo más problemático para Kusla era que, aunque el Coro de los Caballeros formaba parte de los Caballeros de Claudio, siempre habían considerado a los alquimistas como sus enemigos mortales.

La gente del Coro pensaba de corazón que eran existencias que desafiaban a Dios, y que debían ser erradicados de la tierra.

Ellos aún debían descubrir quién mató a Thomas.

Esto significaba que el asesino podría estar escondido dentro de la organización.

—¿Y su respuesta? —preguntó Fénesis levantando la barbilla.

Él recordó cómo cierta monja desgraciada del monasterio cercano años atrás lo castigaba abofeteándolo con un bastón.

Al tratar con gente tan resuelta, la primera impresión es clave. Al considerar esto, Kusla fue a extender la mano.

Wayland, que antes había estado imitando a una estatua, se abalanzó hacia delante y ofreció su mano primero.

Un apretón de manos.

Sorprendentemente, parece que tuvo la misma idea. Fénesis se mostró sorprendida, pero igual extendió la mano para devolver el gesto. Esa fue una respuesta humana.

Sin embargo, la mano de Wayland pasó por encima de la de ella, y pronto alcanzó su objetivo.

La monja Fénesis abrió los ojos de par en par al ver la mano entrante de Wayland.

La mano, que meneaba sus cinco dedos en un singular movimiento, le agarró el pecho.

—¿Hm?

Wayland movió la mano con el ceño fruncido y descontento, como si no hubiera encontrado lo que buscaba.

Queriendo confirmarlo de nuevo, extendió la otra mano.

Fénesis retrocedió ante la segunda incursión de Wayland, y le golpeó la cara con una mano.

—Jum.

Sin mucho pensar, Wayland se echó para atrás al esquivar.

Ella no mostró ninguna reacción, no porque la bofetada fuera evadida, sino porque su cerebro aún no había procesado lo que acababa de ocurrir. A Kusla también le sorprendió lo que Wayland había hecho.

La bofetada pareció ser una reacción instintiva.

 

 

Sin embargo, no pudo mantener el equilibrio debido a la repentina evasión, y Fénesis se tambaleó antes de caer contra el pecho de Wayland.

—¡…!

De repente, pareció recuperar el control de sí misma.

Agarró la mano de Wayland, con la esperanza de escapar de sus garras.

Wayland se aferró al delgado brazo de Fénesis, y la diferencia de fuerza hizo que se le sacudiera el cuerpo.

—¿¡Qué estás hacien…!?

Las frenéticas protestas de Fénesis eran tan agudas que Kusla apenas la entendía.

Wayland, quien sostenía el brazo de la monja que presionaba contra su pecho para apartarlo, usó su otra mano para cubrir la cara de la niña, aparentemente tratando de taparle la boca. La pequeña cara fue cubierta completamente por su mano y Kusla jadeó sin pensarlo dos veces.

Procediendo, se puso a la altura de Fénesis, quien tenía los ojos bien abiertos, como si estuviera tratando de ver dentro de su mente.

—Este es el taller de un alquimista. Es bastante peligroso para una niña vagar por aquí.

—¡Hm…! ¡Ugh!

Wayland podría parecer escuálido, pero entrenó su cuerpo mejor que esos mercenarios de carretera por el bien de su metalurgia. Se mantuvo erguido y firme sin importar cuánto luchara Fénesis.

Su boca estaba cerrada, y sus ojos no se atrevían a cerrarse por un momento; era un miedo instintivo. Miedo a que su cráneo se rompería.

Wayland enfocó su mirada en los ojos de Fénesis sin decir una palabra. Ella seguía retorciéndose, pero no podía moverse ni un centímetro más allá de su contundente control.

Su cuerpo temblaba, muy probablemente por miedo más que por cualquier forcejeo.

—Jum.

Entonces Wayland soltó lo que parecía un aburrido resoplido, y le quitó las manos de encima.

Ella se echó atrás, con los ojos muy abiertos, y temblorosamente permaneció de pie durante solo unos segundos antes de caer al suelo, destrozada.

Kusla no tuvo que levantar los ojos para sentir la mirada de Wayland.

—Iré al taller. Te dejo a cargo del resto.

Se fue, y rápidamente bajó la escalera.

Ya era demasiado tarde para cuando Kusla se dio cuenta de que se había pasado de la raya.

Sin embargo, lo bueno en ello fue subrayado por lo más básico de lo básico en materia de asociación humana.

Si alguien inculcara un miedo abrumador o una incomodidad profunda en una víctima, sería más fácil para una tercera persona acercarse a esa víctima. Fénesis tuvo mala suerte cuando se presentó como su monitora, y Kusla tuvo la suerte de no hacer nada en ese entonces.

Wayland asumió el papel de antagonista, y empujó el problemático papel de samaritano a Kusla.

De igual forma, Wayland la agarró sin dudarlo y le amenazó sin piedad. Su estado mental era realmente aterrador.

Kusla no tenía otra opción.

Era imposible tratar de salvar las cosas. Solo podía suspirar y actuar como el tercer personaje. Dado que la lastimosa niña vino como integrante del grupo de rezos en nombre de supervisarles, eso significaba que ella fue nombrada monitora del taller, y eso no tenía nada que ver con su voluntad.

A pesar de su humillación, ella vendría al día siguiente, y el día que sigue.

Si no la trataba bien, él no podría llevar a cabo bien su trabajo.

Esto no quiere decir que Kusla no sintiera ninguna molestia por la situación.

Al verla, se regañó a sí mismo por no poder actuar, y se arrodilló junto a la pequeña monja que dejaba que las lágrimas corrieran silenciosamente por sus mejillas.

Fénesis sollozó, alejándose de él aterrada.

—¿Te encuentras bien? Ese hombre está un poco mal de la cabeza.

Tal sería la primera frase de una larga, larga consolación.

 

 

Notas:

1– Curiosamente, «Friche» es una palabra del francés que significa “baldío”.

2NE: Estrictamente hablando, sí es posible químicamente convertir cualquier materia pura en otra, pero el problema de esto radica en la cantidad de energía gastada y liberada en el proceso.
El plomo de numero atómico 82 tendría que perder 3 electrones para convertirse en Oro (79), y ese proceso de perder electrones para convertirse en algo más a grandes rasgos —es como lo contrario de la fusión nuclear—, requeriría niveles asquerosos de fuerza para que ocurra ya que la sustancia no quiere perder sus componentes. Todas estas teorías entran en la química cuántica.

3NE: El alumbre es un tipo de sustancia química con diversos usos en tintorería, curtimiento, para la producción de papel, como preservo de sustancias orgánicas y como clarificador de líquidos, entre otros. Cuando se menciona de esta forma se refiere usualmente al “alumbre potásico”, existen otros tipos.

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